domingo, 18 de abril de 2021

 

                                    Invierno de Rosa

 

                        


                                           

 

                                                                                Autor: Luis Miguel Ariza

 

Llamó para felicitarme.

      Me habló de nuestros recuerdos, de nuestros amores, que nunca existieron como ella lo creyó. De lo intensa y dolorosa de nuestras pasiones. Fue estupendo volver a saber de ella, así sea a través de la lejanía indefinida de una llamada. Igual, también se me quebró la voz al escucharla.

      Por la ventana vi que nacía un sol brillante, intenso, que el mundo volvía a vivir después de una semana gris donde octubre se desgajaba lloroso por el alero, caía sobre las hojas y se desparramaba húmedo sobre el suelo oscuro.

      Amarla fue el peor de mis dolores. O quizás no la amé. Sólo el recuerdo de una vida hecha a pedazos, la costumbre, hicieron que me apegara a ella como se  apega la raíz a la tierra infértil. Ese era el amor de entonces.

      Noté que también lloraba al colgar y traer, con esa voz celeste que siempre le conocí, tantos recuerdos a nuestras mentes. Escucharla y no tenerla, aunque, quizás, nunca la hubiese amado, aprisionó mis sentimientos allá dentro, donde dicen tenemos las lágrimas. Entonces, en una descabellada reacción de última hora, decidí volverla a mi vida, regresar a su vida y que del mundo mi libertad, por fin, se acabara. Un rato después caí en cuenta que ella estaba muerta. Y ese día no era mi cumpleaños, era el de ella.

        Tenía un cuerpo voluptuoso, de potranca en celo, piernas firmes y ojos negros como su pelo ondulado. Su boca no me gustaba. O quizás sus ojos. Tenía esa dejadez en la mirada que parecía no ver con firmeza, como si uno de los ojos se desviara nervioso hacia un lado para esquivar las miradas fijas. Y su boca era grande, carnuda, con una lengua gruesa y persistente que muchas veces se me metía viva más allá de la garganta hasta hacerme ahogar, como la pata de un pulpo escrutando todo, tanteando lo desconocido, estremecida por una pasión que parecía nuestro castigo. Era una mujer hecha para el frenesí, para los desenfrenos del amor. Para el goloso gusto.

     No recuerdo el momento exacto cuando nos conocimos, mucho menos cuando terminamos enredados en esta angustia que fueron nuestras pasiones. Lo que nunca olvidé fue la manera como se destrozaron todas sus ilusiones.

      Desde la terraza de mi casa la miraba, al otro lado de la plaza, cuando tendía la ropa que lavaba en la cerca y los alambres. Hablaba a gritos, reía sola, cantaba. Y nuestras miradas se cruzaron. Yo, embelesado por su locura, y ella demorando adrede el proceso de extender ropa y sábanas viejas en los alambres y el cerco del patio de su casa, cautivada por mis deseos, nacía la conexión. Un vínculo poderoso cayó sobre nosotros. Los siguientes días fueron de locura. Ella absorbida por cantos de pájaros en el aire y yo sentado en el sardinel de mi casa, viendo estrellas de día y soles nocturnos.

      Fueron los amores de los suspiros, de las miradas cautelosas, los mensajes cifrados, los primeros amores que, por lo regular, no son buenos, pero son inolvidables. Entonces buscamos la manera de vernos, encontrarnos, hallarnos. Sólo fue una señal mía hacia un terreno baldío, desolado, con la fronda de campana de un trupillo y algunos matojos diversos como alcahuetas de nuestro secreto encuentro. Vibraban nuestros corazones, el alma quería escapar, sudaban los pies y las manos, temblaron las estrellas y en la noche serena sollozó mi guitarra cuando canté mi pena, callaron las arpas y en la serranía los tiples lloraron por la pena mía. Allí estaba ella, entera, virginal, lista para que el felino diese cuenta del cervatillo. Su mirada esquiva, blanca del susto, con un vestido que se hacía gris en la noche oscura, ceñido a su cuerpo, como delatando ocultas emociones, zapatillas que podrían ser del mismo color del vestido, pero que ahora eran oscuros como los malos pensamientos. Mis huesos, esponjados, se estremecieron junto a mis carnes. No pudimos decirnos nada. Sólo mirarnos y temblar.

    De repente se había ido la felicidad de mi vida núbil, me encontré pidiendo luz de luna en mis noches tristes de insomnio, bendita Rosa de mis encantos, qué me pasa que me estoy muriendo sobre las tablas de mi cama vacía, era mi grito desesperado ante la novedad.

      Adoptamos la estrategia de encontrarnos todos los días a las nueve de la noche, en el mismo sitio de nuestra primera vez. El trupillo alcahueta, los matojos, la oscuridad y la tenue silueta cuando la luna delataba nuestra presencia. Nosotros, los de  entonces, ya no somos los mismos, dijo el poeta con deslumbrante lucidez, como vaticinando lo que ocurría entre ella y yo.

      Fue como caer bajo la magia de una droga. Algo ex­traño se había posado sobre nosotros dos. Ella ya no cantaba ni hablaba a gritos, pero la encontraba en la cerca mirando hacía nuestros corazones, absorta de amor, enviándome esquelitas de colores en agonizantes suspiros, hasta que una noche de lluvia se rompió la magia.

      Esa noche la esperaba, tiritando en medio de un torrencial aguacero que se desplomaba con rabia, como si la alberca del cielo se hubiera hecho trizas. La esperé mucho más allá del tiempo en que muchas veces llegaba atrasada, pero jamás llegó. Nunca más volvió. La busqué en la cerca, en la terraza de su casa, en el silencio de la plaza, nada, se la tragó la tierra.

     Aun así, la seguí buscando, y esperando, por mucho tiempo. Fueron noches oscuras, seguidas, donde serené mis ideales en espera de la figura gris de sonámbula que atravesaba por los matojos, se aproximaba como un fantasma, llegaba hasta mí más allá de los huesos. Su olor se había metido en mis poros y nunca se apartó de allí. En los años siguientes la fui olvidando. La vida empezó a absorber mi realidad y de ella sólo iba quedando un vago recuerdo, que empezó a diluirse cuando me enteré que se había fugado con un errabundo de muchas batallas que una mañana entró al pueblo, caminó las calles polvorientas, se desmayó por el calor sobre los yerbajos secos de la plaza, quien dijo no recordar de dónde venía ni mucho menos a dónde iba, pero que estaba seguro que iba sin tropiezo, que en el gris de luto de esa tarde lo vieron ir de la mano con ella, que también deseaba irse lejos, para el carajo, como en determinado momento queremos irnos todos, cansada de morirse de amor por un iluso amor sin alegres consecuencias.

      Sin embargo, a través de los años, había quedado algo así como una espinita en el talón, una punzada que me martirizaba cuando hacía ciertos movimientos en la gaveta de los recuerdos. En los momentos menos esperados se me venían las reminiscencias, las imágenes borrosas, pero firmes, insistentes, adheridas a mi mente como verrugas en la piel, que sólo se notan de vez en cuando, de un amor que sin amor se fue. Era un deseo esporádico, pero insistente, de volver a verla, saber qué habían hecho con su destino. ¿Habrá derramado muchas lágrimas? Un familiar fallecido no se lloraría tanto como me enteré que lo había hecho por mí. Sus noches de soledad, cuando le llegaba esa parte que nos toca a todos, que es quedarnos solos con nosotros mismos, era para entregarse al solaz recuerdo de una pasión que, de repente, fue truncada por la impaciencia que no perdona desatinos.

      Yo no amaba nada en ella, es cierto. Si la hubiese amado la tendría conmigo. Me hubiese entregado al entusiasmo de la aventura de llevármela, Por ahí, como me propuso días antes de perderla. Temblaba y, en el silencio de la oscuridad, cuando un yacabó suelta ese grito lastimero que es como el dolor del dolor, que asusta en las madrugadas, sentí sus jipeos desconsolados, su pecho agitarse estremecida por un pesar grande que pudiera estarle carcomiendo las entrañas, pero que yo no entendía. Me negaba a entender. No era posible. Y me opuse, temeroso, a la fantástica propuesta de perdernos por ahí. Sólo sentía que estaríamos así, siempre, viéndonos a escondidas, robándonos suspiros, felices, adheridos a algo que no tendría razón de ser porque…Yo no la amaba, es cierto.

      Aun así, intenté volverla a mi vida. Enfrentar el susto de la oposición de mis padres y los de ella, volver a nuestras noches de ensueño, recoger los retazos de nuestras vidas, pero el lugar era sólo un peladero sin vestigios nuestros en ninguna parte. El trupillo alcahueta se había secado y parecía un fantasma desolado en un rictus de dolor en sus ramas secas, como quedaría una persona quemada con brea hirviendo, con un gesto impactante de sufrimiento. Su casa estaba deshabitada, con las puertas abiertas, pero con signos de no existir nadie dentro. Ni sus padres ni sus hermanos. La plaza reseca, deshabitada. De mi casa sólo quedaba el costillar que aún no había logrado derrumbarse.  Aterrado por el espanto de ver cómo nos vamos consumiendo mientras creemos que vivimos, busqué a la gente de mis recuerdos, la generación que se formó junto a mí, y no estaban. También habían sido víctimas del tiempo inexorable, se fueron con los últimos alisios, no quedaba sino nuevas cosas, nuevas flores, nuevos sentimientos, nuevas ilusiones que, igual, se irían sin restricciones. Se los lleva un fantasma invisible y burlón, el mismo que, muchas veces, despelucaba a Rosa, Pareces un pajarraco, le decía, riendo, mientras esa brisa quería arrastrarla, llevársela, como finalmente lo hizo.

      Entonces lo supe. Supe que había muerto esperándome, envejecida de amor, sufriendo un destino que no era el de ella. La encontraron desnuda, suspendida del cuello, con sus gruesos y lujuriosos labios de amor contraídos en un rictus de dolor y pena silenciosa. Nunca se supo si ella misma lo hizo o si fue asesinada luego de llamarme el día de su cumpleaños.

arizacastroluis@gmail.com

Imagen de: https://www.pinterest.com.mx/navarrete63/bajo-la-lluvia/

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