Invierno de Rosa
Llamó para felicitarme.
Me habló de nuestros recuerdos, de nuestros amores, que nunca existieron
como ella lo creyó. De lo intensa y dolorosa de nuestras pasiones. Fue
estupendo volver a saber de ella, así sea a través de la lejanía indefinida de una llamada.
Igual, también se me quebró la voz al escucharla.
Por la ventana vi que nacía un sol brillante, intenso, que el mundo
volvía a vivir después de una semana gris donde octubre se desgajaba lloroso
por el alero, caía sobre las hojas y se desparramaba húmedo sobre el suelo
oscuro.
Amarla fue el peor de mis dolores. O quizás no la amé. Sólo el recuerdo
de una vida hecha a pedazos, la costumbre, hicieron que me apegara a ella como
se apega la raíz a la tierra infértil. Ese
era el amor de entonces.
Noté que también lloraba al colgar y traer, con esa voz celeste que
siempre le conocí, tantos recuerdos a nuestras mentes. Escucharla y no tenerla,
aunque, quizás, nunca la hubiese amado, aprisionó mis sentimientos allá dentro,
donde dicen tenemos las lágrimas. Entonces, en una descabellada reacción de
última hora, decidí volverla a mi vida, regresar a su vida y que del mundo mi
libertad, por fin, se acabara. Un rato después caí en cuenta que ella estaba
muerta. Y ese día no era mi cumpleaños, era el de ella.
Tenía un cuerpo voluptuoso, de
potranca en celo, piernas firmes y ojos negros como su pelo ondulado. Su boca
no me gustaba. O quizás sus ojos. Tenía esa dejadez en la mirada que parecía no
ver con firmeza, como si uno de los ojos se desviara nervioso hacia un lado
para esquivar las miradas fijas. Y su boca era grande, carnuda, con una lengua
gruesa y persistente que muchas veces se me metía viva más allá de la garganta
hasta hacerme ahogar, como la pata de un pulpo escrutando todo, tanteando lo
desconocido, estremecida por una pasión que parecía nuestro castigo. Era una
mujer hecha para el frenesí, para los desenfrenos del amor. Para el goloso
gusto.
No recuerdo el momento exacto cuando nos
conocimos, mucho menos cuando terminamos enredados en esta angustia que fueron
nuestras pasiones. Lo que nunca olvidé fue la manera como se destrozaron todas
sus ilusiones.
Desde la terraza de mi casa la miraba, al
otro lado de la plaza, cuando tendía la ropa que lavaba en la cerca y los
alambres. Hablaba a gritos, reía sola, cantaba. Y nuestras miradas se cruzaron.
Yo, embelesado por su locura, y ella demorando adrede el proceso de extender
ropa y sábanas viejas en los alambres y el cerco del patio de su casa,
cautivada por mis deseos, nacía la conexión. Un vínculo poderoso cayó sobre
nosotros. Los siguientes días fueron de locura. Ella absorbida por cantos de pájaros
en el aire y yo sentado en el sardinel de mi casa, viendo estrellas de día y
soles nocturnos.
Fueron los amores de los suspiros, de las miradas cautelosas, los
mensajes cifrados, los primeros amores que, por lo regular, no son buenos, pero
son inolvidables. Entonces buscamos la manera de vernos, encontrarnos,
hallarnos. Sólo fue una señal mía hacia un terreno baldío, desolado, con la
fronda de campana de un trupillo y algunos matojos diversos como alcahuetas de
nuestro secreto encuentro. Vibraban nuestros corazones, el alma quería escapar,
sudaban los pies y las manos, temblaron las estrellas y en la noche serena
sollozó mi guitarra cuando canté mi pena, callaron las arpas y en la serranía
los tiples lloraron por la pena mía. Allí estaba ella, entera, virginal, lista
para que el felino diese cuenta del cervatillo. Su mirada esquiva, blanca del
susto, con un vestido que se hacía gris en la noche oscura, ceñido a su cuerpo,
como delatando ocultas emociones, zapatillas que podrían ser del mismo color
del vestido, pero que ahora eran oscuros como los malos pensamientos. Mis
huesos, esponjados, se estremecieron junto a mis carnes. No pudimos decirnos
nada. Sólo mirarnos y temblar.
De repente se había ido la felicidad de mi vida núbil, me encontré
pidiendo luz de luna en mis noches tristes de insomnio, bendita Rosa de mis encantos,
qué me pasa que me estoy muriendo sobre las tablas de mi cama vacía, era mi
grito desesperado ante la novedad.
Adoptamos la estrategia de encontrarnos
todos los días a las nueve de la noche, en el mismo sitio de nuestra primera
vez. El trupillo alcahueta, los matojos, la oscuridad y la tenue silueta cuando
la luna delataba nuestra presencia. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos, dijo el
poeta con deslumbrante lucidez, como vaticinando lo que ocurría entre ella y
yo.
Fue como caer bajo la magia de una droga. Algo extraño se había posado
sobre nosotros dos. Ella ya no cantaba ni hablaba a gritos, pero la encontraba
en la cerca mirando hacía nuestros corazones, absorta de amor, enviándome
esquelitas de colores en agonizantes
suspiros, hasta que una noche de lluvia se rompió la magia.
Esa noche la esperaba, tiritando en medio de un torrencial aguacero que
se desplomaba con rabia, como si la alberca del cielo se hubiera hecho trizas.
La esperé mucho más allá del tiempo en que muchas veces llegaba atrasada, pero
jamás llegó. Nunca más volvió. La busqué en la cerca, en la terraza de su casa,
en el silencio de la plaza, nada, se la tragó la tierra.
Aun así, la seguí buscando, y esperando, por mucho tiempo. Fueron noches
oscuras, seguidas, donde serené mis ideales en espera de la figura gris de
sonámbula que atravesaba por los matojos, se aproximaba como un fantasma,
llegaba hasta mí más allá de los huesos. Su olor se había metido en mis poros y
nunca se apartó de allí. En los años siguientes la fui olvidando. La vida
empezó a absorber mi realidad y de ella sólo iba quedando un vago recuerdo, que
empezó a diluirse cuando me enteré que se había fugado con un errabundo de
muchas batallas que una mañana entró al pueblo, caminó las calles polvorientas,
se desmayó por el calor sobre los yerbajos secos de la plaza, quien dijo no
recordar de dónde venía ni mucho menos a dónde iba, pero que estaba seguro que
iba sin tropiezo, que en el gris de luto de esa tarde lo vieron ir de la mano
con ella, que también deseaba irse lejos, para el carajo, como en determinado
momento queremos irnos todos, cansada de morirse de amor por un iluso amor sin
alegres consecuencias.
Sin embargo, a través de los años, había quedado algo así como una
espinita en el talón, una punzada que me martirizaba cuando hacía ciertos
movimientos en la gaveta de los recuerdos. En los momentos menos esperados se
me venían las reminiscencias, las imágenes borrosas, pero firmes, insistentes,
adheridas a mi mente como verrugas en la piel, que sólo se notan de vez en
cuando, de un amor que sin amor se fue. Era un deseo esporádico, pero
insistente, de volver a verla, saber qué habían hecho con su destino. ¿Habrá
derramado muchas lágrimas? Un familiar fallecido no se lloraría tanto como me
enteré que lo había hecho por mí. Sus noches de soledad, cuando le llegaba esa
parte que nos toca a todos, que es quedarnos solos con nosotros mismos, era para
entregarse al solaz recuerdo de una pasión que, de repente, fue truncada por la
impaciencia que no perdona desatinos.
Yo no amaba nada en ella, es cierto. Si la hubiese amado la tendría
conmigo. Me hubiese entregado al entusiasmo de la aventura de llevármela, Por
ahí, como me propuso días antes de perderla. Temblaba y, en el silencio de la
oscuridad, cuando un yacabó suelta ese grito lastimero que es como el dolor del
dolor, que asusta en las madrugadas, sentí sus jipeos desconsolados, su pecho agitarse
estremecida por un pesar grande que pudiera estarle carcomiendo las entrañas,
pero que yo no entendía. Me negaba a entender. No era posible. Y me opuse,
temeroso, a la fantástica propuesta de perdernos por ahí. Sólo sentía que
estaríamos así, siempre, viéndonos a escondidas, robándonos suspiros, felices, adheridos
a algo que no tendría razón de ser porque…Yo no la amaba, es cierto.
Aun así, intenté volverla a mi vida. Enfrentar el susto de la oposición
de mis padres y los de ella, volver a nuestras noches de ensueño, recoger los
retazos de nuestras vidas, pero el lugar era sólo un peladero sin vestigios
nuestros en ninguna parte. El trupillo alcahueta se había secado y parecía un
fantasma desolado en un rictus de dolor en sus ramas secas, como quedaría una
persona quemada con brea hirviendo, con un gesto impactante de sufrimiento. Su
casa estaba deshabitada, con las puertas abiertas, pero con signos de no
existir nadie dentro. Ni sus padres ni sus hermanos. La plaza reseca,
deshabitada. De mi casa sólo quedaba el costillar que aún no había logrado
derrumbarse. Aterrado por el espanto de
ver cómo nos vamos consumiendo mientras creemos que vivimos, busqué a la gente
de mis recuerdos, la generación que se formó junto a mí, y no estaban. También
habían sido víctimas del tiempo inexorable, se fueron con los últimos alisios,
no quedaba sino nuevas cosas, nuevas flores, nuevos sentimientos, nuevas ilusiones
que, igual, se irían sin restricciones. Se los lleva un fantasma invisible y
burlón, el mismo que, muchas veces, despelucaba a Rosa, Pareces un pajarraco,
le decía, riendo, mientras esa brisa quería arrastrarla, llevársela, como finalmente
lo hizo.
Entonces lo supe. Supe que había muerto esperándome, envejecida de amor,
sufriendo un destino que no era el de ella. La encontraron desnuda, suspendida
del cuello, con sus gruesos y lujuriosos labios de amor contraídos en un rictus
de dolor y pena silenciosa. Nunca se supo si ella misma lo hizo o si fue
asesinada luego de llamarme el día de su cumpleaños.
arizacastroluis@gmail.com
Imagen de: https://www.pinterest.com.mx/navarrete63/bajo-la-lluvia/
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