lunes, 19 de abril de 2021

 

                                            Tobías Ariza


Casa de los Ariza en el Viejo Prado, Barranquilla


                                                                                                   Autor: Luis Miguel Ariza

     Cuando lo conocí, tenía la apariencia cansada que tienen los ancianos y la paciencia que dicen tuvo Job para las derrotas. Y a diferencia de Job, Tobías Ariza murió con la frustrante sensación de que toda su vida le fue robada.

Su niñez la pasó bajo la protección de su tío, Don Julián Ariza Palma, ganadero, terrateniente y hábil comerciante, se dice que descendiente de judíos sefarad emigrados del País Vasco, casado con Mariana Barandica Charris, también hija de descendientes de la misma área. Tuvieron seis hijos, aunque la historia habla de otros fallecidos antes que Manuel de Jesús, el mayor vivo, lograse superar la etapa de abortos espontáneos.

Se dice que Julián Ariza Palma ayudó la causa liberal cuando la Guerra de los Mil Días, proveyendo enseres y remesas para los combatientes a través del Puerto de Giraldo, en el río Grande de la Magdalena, donde hoy día existe el prospecto municipio de Puerto Giraldo y donde ya no hay un puerto.

Tobías Ariza estuvo presente la noche lluviosa en que llegó un grupo de guerrilleros liberales en busca de alimentos y otros enseres, quienes dejaron en manos de su tío Julián la custodia de varios kilos de oro en barras pesadas camufladas en un tinajón para agua, junto a un purrón más pequeño con el mismo metal pulverizado.

En la madrugada, Tobías ayudó a su tío a empacar el metal en sacos de lona para algodón y volver acomodar el tesoro en sus envases originales, que permaneció varios días junto a la puerta del patio, ajustada por las noches con una tranca de madero de uvito, en un rincón donde había ahuyamas enormes como peñascos, toletes de yuca como troncos y ñames como cabezas disecadas de hipopótamos.

 Al amanecer de uno de los tantos días febriles de agosto, acomodaron la carga a los costados de los sillones de dos burros y el tío Julián, sin decir a dónde iba, los arreó por delante montando en su mula blanca, donde llevaba un cavador y una pala.

Nadie supo jamás en qué lugar de una de sus fincas Julián Ariza sepultó aquella fortuna, pues, se fue solo cuando faltaba algo de tiempo para que los gallos canten el amanecer que se ve gris en el firmamento colmado todavía de estrellas vivaces, regresando al atardecer.

Tobías Ariza, con la ingenuidad de su juventud a pleno, le ayudó a desempacar, colocó el cavador y la pala en su puesto y, durante mucho tiempo, nadie recordó el asunto del oro de los guerrilleros porque entonces en casa Ariza había tanta opulencia, que nadie necesitaba de esas cosas que casi no tenían valor comercial, o las tenían para alguien que jamás hubiera conocido las incalculables extensiones de las propiedades del tío Julián, quien, adicional, se portaba como si las riquezas fuesen un evento natural que llegaban a sus manos porque así lo determinaban los dioses, además, el hombre no es que fuera un dechado en virtudes hablantinas. Gozaba de un silencio cimarrón que le daba una aureola de patriarca. Ustedes saben que a ese hombre hay que sacarle las palabras con cuchara, decía Mariana, su esposa, cuando uno de los hijos requería algo del padre.

Después del armisticio y el ingreso liberal a la paz, la cosa por fin se olvidó. Las riquezas descomunales de Julián Ariza sobrepasaban toda imaginación hasta el punto que se cree lograron asidero en la mente fantástica de un joven de mirada romántica y bigotes negros que andaba escribiendo vainas por todas partes. Gabriel García Márquez se llamó el joven y, al parecer, la historia alimentó parte de uno de sus libros más famosos: Cien años de soledad. Por lo menos hay mucha similitud en varias de sus historias descritas.

Se dice que en casa Ariza no tenían idea de las dimensiones ni del grueso de las riquezas que rodeaba a todos. Holgazanes por conveniencia, los hijos vivieron de espaldas a los asuntos de su padre en ese aire inocente de creer que las cosas las puso Dios para que duren toda la vida, especialmente la felicidad, razón por la cual se despacharon todo sin que mediara la cordura en el proceso, mujeres y licor, parrandas interminables, la vida en pleno gozo.

Para Julián padre, el dinero era útil si servía para compartir con el necesitado, como le enseñaron en la fe católica que vino con él y sus tres hermanos en el barco que los arrojó en tierras colombianas cuando, al parecer, la pretensión era Norteamérica, como aspiraba todo emigrante europeo entonces. Hacer riqueza fue cuestión de decisión y el ímpetu judío de su sangre primera, ayudar al samaritano, eso ya era parte de su otra fe. No fueron menos las veces que mandó a matar una res y repartir su carne en todos los pobres, enviar alimento en físico a las viudas, entregarles terraplenes de queso para que se lo pagaran como queso, como reza el dicho popular del queso a crédito. Los terrenos donde nació la pequeña y única iglesia del pueblo fueron cedidos por él, y mientras se construía, con aportes suyos en el mayor de los casos, fue utilizada la Quinta, una construcción de arquitectura española y que por décadas era el símbolo de la opulencia y la magnanimidad, que había mandado a construir para sus hijos, porque él siguió viviendo en la casa de bahareque y techo de paja que le había construido a su esposa, con pisos de baldosas en cerámica que la diferenciaba del resto de viviendas de la población. Sin embargo, para sus hijos, inmediatos herederos, aquella fortuna fue el medio para alimentar el ego, la prepotencia y el derroche, pensando que la fuente de las riquezas nunca se agotarían, como lo pensaban todos. Lo cierto es que el ganado que ordeñaban hoy no era el mismo que ordeñaban al siguiente día. El cimarrón doblaba en número a las reses cebadas y para transportarlo de una hacienda a otra en verano, el proceso duraba hasta diez días en inmensas filas imparables de cuernos y mugidos. En un tiempo se especuló de veinticuatro haciendas y, aunque nunca se supo la cifra exacta, los testimonios hablan de más de una docena, la más pequeña abarcaba casi un municipio completo. Lomas quemadas, Bonilla, el Salao, Arizona, en alusión al apellido, Orijata, (que se cree es la descomposición fonética del término japonés origata), San Simón, los Pendales, Gallegos, en alusión a su pasado en la península Ibérica, Los Campanos, San Vicente, Sal si puedes, fueron, entre otras, las más reconocidas.

Se dice de Gallegos que era tan inmensa que, para recorrerla, se necesitaban más de tres días, y era donde mayormente se concentraba el sembrado para las cosechas semestrales y anuales de los productos básicos de la canasta alimenticia, teniendo Julián Ariza Palma que mandar a construir viviendas en un punto intermedio de la hacienda para que los campesinos no tuvieran que perder tiempo yendo y viniendo desde otras poblaciones a sus labores. Con los años nació allí el corregimiento de Gallegos, hoy adscrito al municipio de Sabanalarga, aunque inicialmente se pensó que pertenecía a la jurisdicción del municipio de Manatí por su cercanía territorial. Las cosechas cubrían extensos territorios y su recolecta abarcaba varias docenas de hombres. El producido alimentaba a la población de Leña todo el año, aún en épocas de escasez, a pesar que el grueso era enviado a otras localidades, incluyendo al municipio capital del departamento, Barranquilla.

Cierta vez Julián Ariza viajó a la capital vestido como siempre, alpargatas de cuero de res, pantalón y camisa blanca de lona agreste de saco para almacenar algodón, sobrero palma de flecha y su inseparable mochila terciada al hombro, donde, aparte de otros enseres, guardaba su paquete de tabacos, fósforos y una infaltable botella de ron Ñeque, que le daban el aspecto de un campesino perdido en la inmensidad de una ciudad que creía a pasos agigantados.

En el concesionario Dieppa, donde averiguaba la compra de un camión nadie prestó atención por considerarlo un pobre viejo que soñaba con comprar un camión. Después de muchos preámbulos, como era su costumbre en los negocios, donde estuvo a punto de ser echado por los empleados, adquirió el camión con un efectivo que llevaba en la pretina, con la indulgencia de quien compra un kilo de carne en la tienda, dejando a los del concesionario impactados al enterarse que el pobre viejecito tenía dinero suficiente para adquirir el negocio completo con todos los trabajadores, incluyendo al propietario.

También por esos días adquirió una vivienda en uno de los sitios más prestantes de la ciudad, el prestigioso barrio El Prado, fundado por el ganadero D. Manuel De La Rosa y el empresario norteamericano Karl Calvin Parrish, frente a la mansión de estilo clásico neorepublicano que años más tarde la convertirían en la afamada funeraria Jardines de los Recuerdos, al costado donde funcionaron, también, años más tarde, los cines Metros, para que la familia tuviera dónde llegar cuando vinieran de la población, especialmente los hijos Juan Manuel y Miguel Antonio, quienes estudiaban en el internado del colegio de los sacerdotes Salesianos, uno de los colegios más selectos de la región, frente a la capilla de San Roque, incendiada por una turba en 1948.

Una de las características más relevantes de Julián Ariza era su sencillez, además de su alto sentido de la solidaridad, su temple liberal traído de tierras españolas y su capacidad para el trabajo arduo. Algunas veces era confundido con uno de los más de cincuenta campesinos que desmontaban la tierra donde sembrarían los productos agrícolas de la temporada, porque macaneaba parejo junto a sus trabajadores. Por eso la sorpresa del comerciante pretencioso que llegó atraído por la noticia de la colosal fortuna, Qué desea, fue la pregunta del mismo interlocutor, Me dijeron que el señor Julián Ariza tiene un ganado para la venta y quisiera saber si él puede venderme algunos toretes que me faltan para completar el embarque, ¿Y cuántos ha conseguido? El comerciante se impacientó con el campesino que le ponía tantas trabas con su preguntadera, pero la decencia es fundamental en toda clase de tratos con desconocidos, eso lo sabía y lo respetaba, Doscientos, respondió, Me faltan trescientos. ¿Los quiere todos del mismo color o revueltos? El hombre se impresionó. No era posible que aquel viejito de mirada severa fuera el mismo que ostentaba fama de poderoso terrateniente, cuando él esperaba la enorme aparición de un tipo formidable que imponía hasta con su presencia. Cuando terminaron de conversar, los doscientos toretes que había adquirido el viajero se quedaron con Julián Ariza, quien se los remató para otro embarque que también preparaba, Me los deja allí, donde los tiene guardados, esa finca es mía.

Todo iba bien dentro la normalidad catalogada como bien de un señor que administraba fuertes y extensas propiedades y equilibraba la vida entre la riqueza y la pobreza, pero el tiempo, tan sigiloso, implacable, inexorable, un día sorprendió a Julián Ariza con una enfermedad de las que le da a todos, ricos y pobres, terminando por llevarlo a la tumba.  Allí fue cuando los herederos vieron en persona el tamaño de la desidia. Nunca se involucraron en las actividades de su padre y preferían evadir su severidad, que allegarse a lo que más tarde debería ser el medio de sustento de todos ellos. Y para colmo, heredaron de su madre un alto sentido del egoísmo, la arrogancia e intolerancia, finalmente terminaron por despacharse en pocos años aquella colosal fortuna que había cruzado los límites de la región, empezando porque no tenían exacta noción de las dimensiones de la misma, creyendo que el dinero aparecía por arte de magia, alocados y hasta desesperados, si se quiere, en medio de las parrandas desorbitantes o los amoríos con la doncella recién comprada o hurtada, resolvieron el asunto en una rebatiña endiablada entre hermanos que por poco termina en tragedia, cuando descubrieron que Juan Manuel, quien fue el único que estudió derecho y lo llamaban doctor, pero que años más tarde se descubrió, o se sospechó, que sólo se dio la vida del flojo suertudo con el dinero que le enviaba su padre a la capital del país, donde creían estudiaba, fue acusado por sus hermanos de dejarlos en la ruina, y hasta Miguel, su hermano menor, alcanzó a hacerle dos tiros en medio de los reclamos, que no lograron el objetivo, gracias a Dios, aunque nunca se supo si errar fue intencional o accidental, porque Miguel tenía fama de buen tirador y cuando iba de cacería, siempre traía su camioneta, “toche”, como le decían por los colores amarillo y negro, llena de muchas especies, armadillos, conejos, ñeques, guacharacas, guartinajas y hasta tigrillos, entre otros.

Finalmente, Juan Manuel se desterró a la capital del país, mientras los restantes se repartieron los despojos de lo que quedó. La casa del barrio el Prado fue vendida por Josefa, una de las dos hembras de los seis hijos del difunto Julián Ariza Palma, aunque se dice que nunca recibió el cheque de los ochenta mil pesos que costó el predio porque terminó estafada como castigo por haber desalojado a su hermano Julián, quien la habitaba con su mujer, Cielo y sus hijos pequeños, quienes asistieron a la humillación y las expresiones de satisfacción de Josefa, quien colocaba en su radiola la canción ranchera, Adolorido, como parte de la burla y que llevó a los hijos, ya grandes, a odiar de por vida la canción del mexicano Antonio Aguilar.

Total, de la exorbitante riqueza sólo quedaron recuerdos que se diluyeron con la muerte de los que la vieron y vivieron, incluyendo el derrumbe de la Quinta, la vieja casona que fue el último bastión de tiempos idos, y en la posible analogía en la nota del libro del escritor García Márquez, cuando una fortuna de las mismas dimensiones se diluyó después de un diluvio de cuatro años en la población de su historia, muriendo sus herederos en la total miseria, como ocurrió con los herederos de Julián Ariza Palma.

Entonces apareció Tobías Ariza y el recuerdo de los doblones de oro. La miseria se había apoderado de todos y más en Tobías, quien no sólo sufrió la desdicha de quedarse sin su protector, sino que nadie de los herederos indemnizó por toda una vida de labores prestadas como operador de servicios varios, creyendo que el tipo lo hacía por amor a la familia. Ellos estaban centrados en su yo categórico y en la rebatiña de quién se quedaba con la mayor cantidad de bienes, aunque no supieran qué hacer con ellos, que olvidaron a Tobías, ya casado con Lorenza y con tres hijos, y a los herederos de Samuel, un hermano fallecido que dejó varios hijos, entre ellos Franklin, quien recurrió al oficio de acordeonero para subsistir. Ni siquiera sabían del oro, excepto Miguel, quien sólo vino a relacionar algunos hechos años más tarde, cuando ya su padre tenía años de fallecido.

Se dice que los doblones de oro en tinajas habían sido devueltos por Julián Ariza para que los guerrilleros los entregasen como parte del botín de guerra en el armisticio liberal, otros creían que su existencia eran fábulas como las que rodean a los ganaderos de la época y sus misterios, incluso, relacionarlos con convenios subrepticios con el oscuro dueño de las riquezas en la tierra, los menos no tenían idea de la verdad. Sólo Tobías Ariza sabía que no era cierto. El oro existía. Recuerdo que tío Julián se fue en la mula de madrugada y llevó los purrones metidos en sacos de lona, en dos burros cargados con un cavador y una pala. Obviamente, pocos creían en la colosal fortuna, incluyendo sus hijos, que no se enteraron cuando la trajeron a casa, y que durmió en un rincón dos días envueltas en los sacos sobre ñames, yucas y ahuyamas, excepto Miguel por deducción, pues, cuando su padre estaba enfermo y al borde de la muerte, le pedía que lo llevara a un sitio específico enmontado en la finca Gallegos, luego se bajaba del vehículo y le decía, Espérame aquí. Él esperaba matando pajaritos con una honda y cuidando de alejarse del "willys", mientras el viejo se perdía unos minutos en la maleza más allá de un carito pequeño que crecía en el área detrás del jagüey, luego regresaba, Vamos, le decía, sin especificar las razones ni su hijo Miguel indagar de qué se trataba la caminata de su padre por el monte. Años después comentaba sobre el misterio y lo asociaba con el rumor del oro de los guerrilleros, sepultado por su padre, pero nunca recordó el lugar exacto donde su padre desaparecía unos minutos, en silencio, porque entonces la maleza crecía con tal frenesí que era casi imposible recordar un lugar a menos que se señalizara o se tuviera memoria de animal de monte.

Así que Tobías Ariza era el único que sabía del prodigio que ahora valía una fortuna mayor que la despilfarrada, sólo que hacía tantos años que nadie recordaba ni tenía idea de la veracidad de la historia, algunos convencidos que eran fantasías del ahora viejo Tobías, porque no había testimonio del lugar exacto donde estaba sepultada, aunque ello no impidió que cientos de cazadores de fortuna aparecieran socavando tierras, horadando en lugares desconocidos. Sin embargo, convencido que el desconocimiento de los demás jugaba a su favor, en una cacería callada y denodada, Tobías Ariza se aventuró a desentrañar, palmo a palmo, el posible lugar donde suponía estaba el tesoro. Pensaba resarcirse de los años de trabajo en casa Ariza sin que nadie indemnizara como debió ser, pasó años sumido en su secreto deseo, que ahora parecía una obsesión, pero la vida le jugó una treta difícil de sortear. El hombre había envejecido y su mente con él. Perdió el rumbo de las cosas, horadó en lugares lejos de donde inicialmente sospechaba estaba su redención, lo encontraban excavando en caminos solitarios, bajo ceibas prehistóricas, en potreros ahora ajenos, las raíces de una inmensa bonga y hasta desajustó los cimientos de la vieja casa Ariza, llamada por los locales La Quinta, abandonada hacía muchos años, horadando el patio y las alcobas. Iba como poseso por todos lados, hablando en voz alta, la mirada perdida, al borde de la locura, Julián, dime dónde está, ya basta de bromas, pero el fantasma de su tío nada que le respondía. Tobías Ariza estaba perdido en un mundo que ya no era el suyo.

Un buen día amaneció sin respiración sobre su cama de tijeras, en un costado de la cocina de barro y caña brava de su casa en la esquina de la carretera principal de Leña, los ojos abiertos, al parecer, mirando las estrellas fijamente. Nadie supo que esa noche su tío, por fin, se le apareció, pero que él no prestó atención por creer que era uno más de sus sueños recurrentes. Le dijo el lugar exacto donde estaba sepultada la fortuna olvidada de los guerrilleros. En la finca Gallegos, cerca de un jagüey seco, bajo las raíces de un enorme carito que Julián Ariza había sembrado para guiarse, pero que fue cortado y por eso los buscadores perdían el rumbo. 

 Arizacastroluis@gmail.com


domingo, 18 de abril de 2021

 





Luis Miguel Ariza C, nacido en el corregimiento de Leña, en el departamento del Atlántico, Colombia, el 27 de julio de 1963. Casado con Rosmery Balza Dederlee, de cuya unión tienen tres hijos. 

Dedicado al oficio de la escritura desde muy joven, aunque no lo hacía por el apasionamiento de publicar, sino para recrear la mente, como quien patea un balón sin dedicarse de lleno al fútbol.

Apasionado de los dulces y enemigo de las dietas por la excusa válida de que sólo vivirá una vida y no la pasaría con hambre, menos dándole gusto a los dietistas que no aplican la regla con ellos.

No es dado a imponer criterios a nadie y piensa que el mundo lo debe cambiar la juventud, pero antes ellos deben evadir los engaños e ilusiones que deriva de la juventud cuando se cree que es eterna. De su cosecha como autor se desprende una serie de cuentos, poemas, una crónica y cuatro novelas totalmente corregidas para edición. 

La temática de sus trabajos, especialmente las novelas, giran con base a símbolos que de una u otra forma, son parte del diario acontecer de la vida. Opuesto rotundo a toda forma de maltrato contra la mujer, el tema básico de sus novelas y algunos cuentos, es la violencia que sufren como cultura en muchos países. Algunos cuentos están relacionados con su época de juventud en Leña y se combinan elementos ficticios con anécdotas personales. Su poesía la describe como jodidamente reflexiva y el amor y sus tristezas son la nota predominante.



arizacastroluis@gmail.com



 

                                    Invierno de Rosa

 

                        


                                           

 

                                                                                Autor: Luis Miguel Ariza

 

Llamó para felicitarme.

      Me habló de nuestros recuerdos, de nuestros amores, que nunca existieron como ella lo creyó. De lo intensa y dolorosa de nuestras pasiones. Fue estupendo volver a saber de ella, así sea a través de la lejanía indefinida de una llamada. Igual, también se me quebró la voz al escucharla.

      Por la ventana vi que nacía un sol brillante, intenso, que el mundo volvía a vivir después de una semana gris donde octubre se desgajaba lloroso por el alero, caía sobre las hojas y se desparramaba húmedo sobre el suelo oscuro.

      Amarla fue el peor de mis dolores. O quizás no la amé. Sólo el recuerdo de una vida hecha a pedazos, la costumbre, hicieron que me apegara a ella como se  apega la raíz a la tierra infértil. Ese era el amor de entonces.

      Noté que también lloraba al colgar y traer, con esa voz celeste que siempre le conocí, tantos recuerdos a nuestras mentes. Escucharla y no tenerla, aunque, quizás, nunca la hubiese amado, aprisionó mis sentimientos allá dentro, donde dicen tenemos las lágrimas. Entonces, en una descabellada reacción de última hora, decidí volverla a mi vida, regresar a su vida y que del mundo mi libertad, por fin, se acabara. Un rato después caí en cuenta que ella estaba muerta. Y ese día no era mi cumpleaños, era el de ella.

        Tenía un cuerpo voluptuoso, de potranca en celo, piernas firmes y ojos negros como su pelo ondulado. Su boca no me gustaba. O quizás sus ojos. Tenía esa dejadez en la mirada que parecía no ver con firmeza, como si uno de los ojos se desviara nervioso hacia un lado para esquivar las miradas fijas. Y su boca era grande, carnuda, con una lengua gruesa y persistente que muchas veces se me metía viva más allá de la garganta hasta hacerme ahogar, como la pata de un pulpo escrutando todo, tanteando lo desconocido, estremecida por una pasión que parecía nuestro castigo. Era una mujer hecha para el frenesí, para los desenfrenos del amor. Para el goloso gusto.

     No recuerdo el momento exacto cuando nos conocimos, mucho menos cuando terminamos enredados en esta angustia que fueron nuestras pasiones. Lo que nunca olvidé fue la manera como se destrozaron todas sus ilusiones.

      Desde la terraza de mi casa la miraba, al otro lado de la plaza, cuando tendía la ropa que lavaba en la cerca y los alambres. Hablaba a gritos, reía sola, cantaba. Y nuestras miradas se cruzaron. Yo, embelesado por su locura, y ella demorando adrede el proceso de extender ropa y sábanas viejas en los alambres y el cerco del patio de su casa, cautivada por mis deseos, nacía la conexión. Un vínculo poderoso cayó sobre nosotros. Los siguientes días fueron de locura. Ella absorbida por cantos de pájaros en el aire y yo sentado en el sardinel de mi casa, viendo estrellas de día y soles nocturnos.

      Fueron los amores de los suspiros, de las miradas cautelosas, los mensajes cifrados, los primeros amores que, por lo regular, no son buenos, pero son inolvidables. Entonces buscamos la manera de vernos, encontrarnos, hallarnos. Sólo fue una señal mía hacia un terreno baldío, desolado, con la fronda de campana de un trupillo y algunos matojos diversos como alcahuetas de nuestro secreto encuentro. Vibraban nuestros corazones, el alma quería escapar, sudaban los pies y las manos, temblaron las estrellas y en la noche serena sollozó mi guitarra cuando canté mi pena, callaron las arpas y en la serranía los tiples lloraron por la pena mía. Allí estaba ella, entera, virginal, lista para que el felino diese cuenta del cervatillo. Su mirada esquiva, blanca del susto, con un vestido que se hacía gris en la noche oscura, ceñido a su cuerpo, como delatando ocultas emociones, zapatillas que podrían ser del mismo color del vestido, pero que ahora eran oscuros como los malos pensamientos. Mis huesos, esponjados, se estremecieron junto a mis carnes. No pudimos decirnos nada. Sólo mirarnos y temblar.

    De repente se había ido la felicidad de mi vida núbil, me encontré pidiendo luz de luna en mis noches tristes de insomnio, bendita Rosa de mis encantos, qué me pasa que me estoy muriendo sobre las tablas de mi cama vacía, era mi grito desesperado ante la novedad.

      Adoptamos la estrategia de encontrarnos todos los días a las nueve de la noche, en el mismo sitio de nuestra primera vez. El trupillo alcahueta, los matojos, la oscuridad y la tenue silueta cuando la luna delataba nuestra presencia. Nosotros, los de  entonces, ya no somos los mismos, dijo el poeta con deslumbrante lucidez, como vaticinando lo que ocurría entre ella y yo.

      Fue como caer bajo la magia de una droga. Algo ex­traño se había posado sobre nosotros dos. Ella ya no cantaba ni hablaba a gritos, pero la encontraba en la cerca mirando hacía nuestros corazones, absorta de amor, enviándome esquelitas de colores en agonizantes suspiros, hasta que una noche de lluvia se rompió la magia.

      Esa noche la esperaba, tiritando en medio de un torrencial aguacero que se desplomaba con rabia, como si la alberca del cielo se hubiera hecho trizas. La esperé mucho más allá del tiempo en que muchas veces llegaba atrasada, pero jamás llegó. Nunca más volvió. La busqué en la cerca, en la terraza de su casa, en el silencio de la plaza, nada, se la tragó la tierra.

     Aun así, la seguí buscando, y esperando, por mucho tiempo. Fueron noches oscuras, seguidas, donde serené mis ideales en espera de la figura gris de sonámbula que atravesaba por los matojos, se aproximaba como un fantasma, llegaba hasta mí más allá de los huesos. Su olor se había metido en mis poros y nunca se apartó de allí. En los años siguientes la fui olvidando. La vida empezó a absorber mi realidad y de ella sólo iba quedando un vago recuerdo, que empezó a diluirse cuando me enteré que se había fugado con un errabundo de muchas batallas que una mañana entró al pueblo, caminó las calles polvorientas, se desmayó por el calor sobre los yerbajos secos de la plaza, quien dijo no recordar de dónde venía ni mucho menos a dónde iba, pero que estaba seguro que iba sin tropiezo, que en el gris de luto de esa tarde lo vieron ir de la mano con ella, que también deseaba irse lejos, para el carajo, como en determinado momento queremos irnos todos, cansada de morirse de amor por un iluso amor sin alegres consecuencias.

      Sin embargo, a través de los años, había quedado algo así como una espinita en el talón, una punzada que me martirizaba cuando hacía ciertos movimientos en la gaveta de los recuerdos. En los momentos menos esperados se me venían las reminiscencias, las imágenes borrosas, pero firmes, insistentes, adheridas a mi mente como verrugas en la piel, que sólo se notan de vez en cuando, de un amor que sin amor se fue. Era un deseo esporádico, pero insistente, de volver a verla, saber qué habían hecho con su destino. ¿Habrá derramado muchas lágrimas? Un familiar fallecido no se lloraría tanto como me enteré que lo había hecho por mí. Sus noches de soledad, cuando le llegaba esa parte que nos toca a todos, que es quedarnos solos con nosotros mismos, era para entregarse al solaz recuerdo de una pasión que, de repente, fue truncada por la impaciencia que no perdona desatinos.

      Yo no amaba nada en ella, es cierto. Si la hubiese amado la tendría conmigo. Me hubiese entregado al entusiasmo de la aventura de llevármela, Por ahí, como me propuso días antes de perderla. Temblaba y, en el silencio de la oscuridad, cuando un yacabó suelta ese grito lastimero que es como el dolor del dolor, que asusta en las madrugadas, sentí sus jipeos desconsolados, su pecho agitarse estremecida por un pesar grande que pudiera estarle carcomiendo las entrañas, pero que yo no entendía. Me negaba a entender. No era posible. Y me opuse, temeroso, a la fantástica propuesta de perdernos por ahí. Sólo sentía que estaríamos así, siempre, viéndonos a escondidas, robándonos suspiros, felices, adheridos a algo que no tendría razón de ser porque…Yo no la amaba, es cierto.

      Aun así, intenté volverla a mi vida. Enfrentar el susto de la oposición de mis padres y los de ella, volver a nuestras noches de ensueño, recoger los retazos de nuestras vidas, pero el lugar era sólo un peladero sin vestigios nuestros en ninguna parte. El trupillo alcahueta se había secado y parecía un fantasma desolado en un rictus de dolor en sus ramas secas, como quedaría una persona quemada con brea hirviendo, con un gesto impactante de sufrimiento. Su casa estaba deshabitada, con las puertas abiertas, pero con signos de no existir nadie dentro. Ni sus padres ni sus hermanos. La plaza reseca, deshabitada. De mi casa sólo quedaba el costillar que aún no había logrado derrumbarse.  Aterrado por el espanto de ver cómo nos vamos consumiendo mientras creemos que vivimos, busqué a la gente de mis recuerdos, la generación que se formó junto a mí, y no estaban. También habían sido víctimas del tiempo inexorable, se fueron con los últimos alisios, no quedaba sino nuevas cosas, nuevas flores, nuevos sentimientos, nuevas ilusiones que, igual, se irían sin restricciones. Se los lleva un fantasma invisible y burlón, el mismo que, muchas veces, despelucaba a Rosa, Pareces un pajarraco, le decía, riendo, mientras esa brisa quería arrastrarla, llevársela, como finalmente lo hizo.

      Entonces lo supe. Supe que había muerto esperándome, envejecida de amor, sufriendo un destino que no era el de ella. La encontraron desnuda, suspendida del cuello, con sus gruesos y lujuriosos labios de amor contraídos en un rictus de dolor y pena silenciosa. Nunca se supo si ella misma lo hizo o si fue asesinada luego de llamarme el día de su cumpleaños.

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