martes, 1 de agosto de 2023

 



                                    Aanisa, flor de un día 

 

 


 

                                                                                        Por: Luis Miguel Ariza

 

 

Anoche falleció Aanisa. Era una niña de ojos bellos y silencio en los labios, acostumbrada a casi todos los pesares de la vida, especialmente a las explosiones de volcán que de repente despierta de los fragores de la guerra casi todos los días, y así mismo se acostumbró a esconderse, asustada, porque los centellazos de espanto llegaban, a veces, hasta la puerta de su vivienda de la misma forma que un alocado tornado hace desastres impredecibles en la calle.

Ya había dejado de soñar. Hacía mucho tiempo no lo hacía. Sus sueños siempre fueron pletóricos, llenos de esperanzas reivindicatorias, después se fue quedando sin sueños, como una llama viva que, al finalizar, languidece y luego oscuridad. Así murieron los sueños de Aanisa.

Todos los días era el mismo selelé. Bombas, sirenas, espanto, invocar, huir. Las amigas habían desaparecido. No sabía si se habían marchado como tantos otros o les atinaron como a Amina. Un día vio cómo Amina, que era la más confiada y les infundía esperanzas, Esto acabará, no durará toda la vida, les decía animosa, y ellas le creían con sinceridad, un día vio que se evaporó detrás de una columna de humo que se elevó hasta el cielo, llevándose a Amina, su casa y su familia, dejando un hueco en donde antes estuvo la casa de su amiga, donde caían piedras como lluvia, como si la explosión también hubiera destortillado al cielo.

Por qué Aanisa no lloraba, era la pregunta de su madre, que sí lloraba en silencio, Quien no llora en la tragedia es porque vive llorando por dentro, como una fuente inagotable, pensaba. Y temía que un día esa fuente se quebrara y arrasara con Aanisa, su única esperanza.

Cuando Aanisa dejó de soñar, llegó a creer que así era la vida, sin más vueltas, por lo que era incomprensible que desease que fuese diferente. Un día intentó reír y no pudo. El llanto y la risa se habían fundido en su carácter formando una mescolanza extraña en su mirada de pajarito desilusionado. Extraño que un tierno cervatillo mirase con violencia. Una vez llevaron uno, cuando la guerra no era la novedad, sino un rumor que bien podría ser falso, y a ella le impactó la mirada asustada del animalito, Mira como arrepentido de vivir, dijo. Ahora que no soñaba, sentía que miraba como el cervatillo del otro día.

En uno de estos torbellinos murió su padre, un hombre flaco, de mirada dolida, apegado a las esperanzas, lo mismo que su hermano menor. La muerte de esa manera se toma con otra clase de sentimiento, todos combinados con dolor e impotencia.

Los hermanos mayores fueron absorbidos por esa guerra que no era con ellos. Un día llegaron soldados y se los llevaron casi sin pedir permiso a nadie, como dueños de ellos, y ahora andaban por el mundo matando gente sin saber por qué ni para qué. O tal vez ya les habían atinado a ellos.

Para Aanisa su esperanza es que todo aquello pasase, que por fin hubiese calma después de la tempestad. Llevar a su madre para que sea curada de sus heridas y así ayudarle a sobrellevar el dolor del cuerpo, porque el del alma era imposible arrancárselo. Ella no entendía nada de lo que sucedía; le habían pintado la guerra de tantas maneras y en todas había una conclusión: Eso no justifica la guerra.

Al parecer, para Aanisa las cosas estaban mejorando, el mal momento pasaba, la lluvia de relámpagos y truenos aminoraba, se alejaba. Su madre se reponía y ella sospechaba que podría haber algo bueno detrás de la guerra, como cuando las tormentas de arena del desierto se apacentaban después de semanas de torturarlos. Y murió en ese estado de fe. Nunca supo qué sucedió. Los que quedaron vivos tampoco, pero un hombre, a miles de kilómetros, recién posesionado como presidente del único país cuyos presidentes necesitan una guerra y un conflicto para gobernar, decía, satisfecho, Hemos lanzado la madre de todas las bombas para preservar nuestra población. Nadie entendió en qué perjudicaba personas como la bella Aanisa al que ordenó lanzar el artefacto contra su población, sólo se sospechó que era otra etapa de la egolatría del tipo que quería demostrar que podía ordenar detonar bombas y matar miles de personas donde quisiera, sin que nadie le impida dormir plácido, convencido que era el hijo preferido de Dios que se portaba como diablillo travieso con el fin de impresionar a sus enemigos, obviamente, protegido por cientos de guardas atrapados en las mismas que los hermanos de Aanisa.


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lunes, 20 de diciembre de 2021

 


                                         La Creación


     Y Dios casi había consumado la Creación y vio que todo era bueno. Hagamos al hombre, dijo, Lo haremos a nuestra Imagen y Semejanza. El plural indica que había otros seres Celestiales con Él. Algunas religiones dicen que eran sus hijos, Jesús y Sata, el ángel de luz, otros que las tres Divinas Personas, los más prácticos que la dualidad de todo lo que existe en el Universo, los máximos representantes del bien y el mal, lo que deja la duda de si serían los mismos con diferentes designaciones.

      ¿Qué fue eso que le pusiste allí?, preguntó el esbelto Ángel, que a todas luces se sabe es el más intrépido y atrevido del reino Celestial, Me sobraba un poco de arcilla, contestó Dios, No era conveniente dejarla por ahí, no sea que caiga en manos necias y hagan cosas que no están dentro del orden. Sata no se dio por aludido, aunque sabía que era con él, Ya no es a nuestra Imagen y Semejanza, refutó. Es la perfección, dijo Dios, eludiendo la impertinente encerrona, Les daré una oportunidad de agregarle algo más y de ejercer control sobre el mismo, como he hecho con toda la Creación, pero después ya no se le podrá quitar ni agregar nada. Vivirán y morirán así. Sólo tengan en cuenta que lo que pidan, lo mismo tendrán todas las especies vivas en este mundo. Es feo, insistió Sata, Tiene cosas demás y es débil. No se le puede llamar hechos a Imagen y Semejanza porque si dejan crecer sus uñas, el cabello y nunca se lavan los dientes sí que parecerán verdaderos demonios, digo, monstruos. Se pasarán la vida peleando contra esto para aceptarse. ¿Y si le quitas cosas? Tal vez un brazo, un ojo o una pierna, es posible que así apruebe tu invento.

     Dios, que todavía guardaba esperanzas en que el hijo descarriado alguna vez reivindique el camino, dijo, Así se quedará. Feos quedaron tus moldes de otros seres y aun así les di vida. Lo que me costó concentrarme para dar vida a todas las especies abisales y algunas terrestres. Dizque arañas y serpientes. Dios no estaba enojado porque Él no se enoja fácilmente, pero sí fastidiado por las travesuras casi infantiles de su hijo Sata. Por eso prefería a Jesús, que era bien mandado y nunca replicaba. Es diferente, contestó el hijo desobediente, que bien respondón sí era, El barro me da náuseas y Tú dijiste que jugara a hacer figuritas, No es gracioso un venado con el fósil calcáreo de un árbol en la cabeza, contestó Dios, Ni la mata de yuca andante que llamas pulpo. Hay mucha vida en cosas inverosímiles. Después arreglamos eso con evolución, ahora vamos a lo que nos concierne. Díganme lo que desean agregar, empieza tú, Jesús. Este miró con beneplácito la obra del Creador; dijo, Ponle bondad, ternura, amor, paz. ¡Párale! Dijeron una opción, atajó Sata, No se te puede pedir nada porque se te va la mano. A ver, qué le pondrías tú, dijo Jesús, algo molesto con el molesto hermano. Sata hizo un gesto de ceja levantada acompañada de una sonrisa infernal, ¿Si pido lo que deseo no se lo quitarás? Dios respondió, No he quitado lo que pidió Jesús, no he quitado lo que has hecho hasta ahora. ¿Alguna vez me he retractado de mi palabra? Bien, dijo Sata, Quiero que le pongas hormonas. La petición causó sorpresa entre Dios y Jesús. Les pareció ingenua y hasta estúpida, pero sospechosa. Siempre será una incógnita lo que esté fraguando el diablillo travieso. Sin embargo, Dios cumplió. Ya están las hormonas allí, y en todas las especies, ahora le daré vida. Hizo un gesto con los labios de quien sacude polvo y el hombre se levantó, miró con el azoramiento del que sale de un desmayo. Dios y Jesús estaban complacidos; el rictus desdeñoso de Sata se confundía con la impactante expresión de su rostro. No se sabía si lo hacía por burla o porque él era así. Era hermoso de cabo a rabo y todos sabemos que la hermosura tiende a pasar por alto ciertas reacciones, y más algunos comportamientos.

     ¿Por qué estoy solo?, fue lo primero que expresó el hombre. ¿Solo? Estamos nosotros y todos los animales de la Creación, no estás solo. Todos tienen una compañera, ustedes se irán luego, lo veo en sus caras, yo estaré solo. Dios y Jesús se dieron cuenta del dilema. Y tuvieron una visión clara de lo que acontecería. Sata no daba puntada sin dedal. Ahora estaban seguros que era maligna sonrisa lo que desdibujaba su rostro angelical. Las hormonas desquiciarían a todos, pero más al hombre por recibir la potestad sobre todo lo que había en el Planeta. Sin embargo, no era ese el problema. El barro se había acabado. Amasar nueva pasta implicaba nuevos seres, nuevos órganos, no concordaría nunca. Te haré una compañera de tu costilla, fue la solución más a la mano que encontró Dios, Duerme un poco. Jesús intervino, Acuérdate que saldrá con hormonas. No pararán hasta que acaben con la Creación. No hay de otra, dijo Dios, Mi palabra no puede ser desvirtuada. Comerán del árbol del conocimiento y no sabrán cómo utilizarlo, pensarán que lo bueno es malo y lo malo es bueno y estarán perdidos con enseñanzas filosóficas mezcladas con las Escrituras y vivirán convencidos que nacieron para el placer, Habrá, entonces, que crearles un plan de salvación, respondió Dios, solucionando la cosa de una vez, Pero eso será otro día, estoy cansado. Terminemos esto y luego que repose miramos cómo va la cosa.

     Y La mujer despertó con el mal humor de quien se levanta antes de hora, vio al hombre dormido a su lado y, con toques sutiles, pero decididos, dijo, Mi amor, levántate, tienes mucho trabajo que hacer. Dicen las Escrituras que Dios acordó un plan con Jesús al ver el descontrol por el que se encaminaba su Imagen y Semejanza, Irás a la tierra y dejarás un mensaje, Si siguen en esas me veré obligado a quitarles las hormonas y de una vez, y para siempre, romperé mi promesa. Pero Jesús no fue tan severo. El mensaje que dejó fue de amor, paz, bondad y vida eterna si le paraban al asunto. Sata hizo un gesto, Ya estamos en la misma, haciendo planes sin tener en cuenta a los demás. Nada de eso se les puede quitar. Envejecerán y morirán con ellas. Si me envías a la Tierra, yo arreglaré la vaina, porque así como van serán peores que yo, dijo Sata, aterrándose estremecido y con los pelos de punta por su premonición. Dios, pensando que Sata, por fin se encarrilaba, dejó que tomase cartas en el asunto y se fue a descansar, confiado, porque Dios siempre confió en todos los seres.

      El plan de Sata fue sencillo: tomó las hormonas y las revolvió. Cuando Dios despierte de su siesta no podrá creer lo que encontrará.  

 Tomado del libro: Un cuento de tres, Luis M. Ariza C. 

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jueves, 6 de mayo de 2021

 

              

                     

                       80 horas de silencio

 

                                                            

 


 

 

    El asunto empezó a descontrolarse en la tarde del domingo. Desde la mañana, Abimael vio que despuntaba un día brillante que entraba por la ventana a través de las ramas del mango del frente, que se remecían pausadas, como bailando. Va a llover, pensó.

    Sin embargo, el día transcurría como transcurren los domingos: calurosos, bullangueros, fastidiosos. Uno no debe bañarse los domingos, sonrió, mientras se reacomodaba a la rutina de un día igual a todos los domingos de su vida.

    Fue al supermercado. En una canastilla recogió dos bolsas con panes, un frasco de mermelada, un sobre con tres cuchillas de afeitar y tres pendejadas más. Luego fue a la farmacia y tomó el periódico. Lo ojeó mientras se dirigía al cajero del restaurante porque atienden con mayor prontitud, aunque sólo estaban activos alimentos y cosas pequeñas como las que acababa de meter en la canastilla. Los cajeros de adelante estaban llenos, eran demorados y, como caso recurrente de su sospechosa mala suerte, al llegar, la niña de la caja prende la luz que indica que suspende el servicio porque tiene una anormalidad. La espera para pagar arroja fastidio y se sale con una sensación de frustración que tarda en desaparecer.

     Abimael no supo que el periódico le salía regalado no porque el dueño del supermercado tuviera signos puntuales de filantropía por alguien que compra panes y maricadas que puede comprar en la tienda de la esquina, sino porque en el área de restaurante y comida no tenían codificado prensa ni revistas como artículos de primera necesidad. Obviamente, la cajera estaba convencida que Abimael había pagado el diario en farmacia y por esa razón no lo facturaba. Él lo ponía en la mesa junto a los demás artículos por simple protocolo, esperando que fuese facturado. Abimael no lo supo porque al igual que otras personas, no tenía la precaución de revisar la tirilla de la facturación, daba por descontado que todo estaba correcto. La entregaba al vigilante a la salida, este colocaba el correspondiente chulito de revisado y al caneco de la basura. Si algún día fuese descubierto, sin duda estaría en aprietos por robo, aunque a su favor tenía la inocencia de no conocer las distribuciones internas del supermercado. Ellos son los que deben taponar todos los agujeros por donde puede escaparse el dinero del dueño.

    En la tarde nadie soportaba el calor, que era como una lona húmeda, pesada, encima de los hombros de todos. Un aire tan denso que la gente parecía estar inmersa en una burbuja de gelatina, ahogaba al respirarlo. Abimael recordó su vaticinio de la lluvia cuando el brillo del día fue desplazado por una cortina gris que llenó de un hálito fresco toda el área. No eran las mismas nubes gordas y sucias de otras tardes, que traían temerosas tempestades, sino unas lisas y sin forma que se apoderaron de todo dejando el ambiente triste. Entonces se desmigajó el primer aguacero del año. Fue un sereno apacible, uniforme, que alborotaba los oídos con ese sonido disparejo de miles de patitas de patitos en bailoteo sobre calamina. Luego se detuvo así como empezó, dejando todo lavado, más verde el verde polvoriento de las hojas de los árboles, los techos mojosos quedaron con un aroma a limpio y el aire más nítido, aunque el calor hizo estragos. Se fue la luz.

    Momentos después escuchó a su mujer, que despotricaba por teléfono como lo hacía siempre que se marchaba el servicio eléctrico,  Cada vez que llamo a estos hijos de puta para informarles de un apagón, me hacen un cuestionario como si me fuesen a dar empleo, dijo, alterada.

    Para Abimael aquello no era nuevo. Ella agarraba unas rabietas de espanto, se cagaba sobre cien para terminar vencida, reportando la suspensión del servicio de la manera como solicitaba la empresa. Y la respuesta protocolaria y piadosa de siempre de parte de una voz experta en excusas al otro lado de la línea: Una falla no determinada. El servicio será restablecido de una a tres horas. Cosa que pocas veces sucedía.

    En la noche conversó por teléfono con un amigo de infancia de su lejano pueblo, con quien seguía manteniendo contacto. Por boca de Tino supo que Rafita estaba hospitalizado por culpa de uno de  esos retortijones sorpresivos que le atacaban desde niño, que lo dejaban seco, como si le absorbieran todo el aire de un tirón, Esa va a ser la muerte de Rafa, dijo, No, no hay luz, se fue desde esta mañana, Sí, siempre es lo mismo, en algún momento deberá regresar y todos seremos felices de nuevo.

    Pero amaneció el lunes y el servicio no fue restablecido. Su mujer iba de mal en peor. Pasé mala noche, dijo, No me dejaron dormir los mosquitos, el calor, la bulla. Abimael cayó en cuenta que la bulla a que ella se refería no era más que el vacío en los tímpanos que dejaba la ausencia del servicio eléctrico. Que los oídos, acostumbrados al bullicio cotidiano, se resentían al no encontrar algo que oír, por eso rescataban cualquier ruido, un ratón en la cocina, chancletas caminando sobre el pavimento en la calle, una moto a lo lejos, un vehículo esporádico, voces en la oscuridad, para llenar el espacio debido a la falta de ruido eléctrico.

    Los desmanes empezaron en la tarde del martes. Un día sin luz eléctrica es insoportable para vivir dentro de la dinámica establecida por Dios en las ciudades, pone los nervios al alcance de las angustias, dos días son la exageración. Y eso fue lo que sucedió.

    Empezaron a llegar noticias de que los moradores del lado de la Circunvalar habían cerrado la vía y encendido llantas, quemaban petardos y protestaban, airados; que ahora se le sumaron los del lado de la calle Murillo, por el sector del barrio las Moras; que el asunto empeoraba porque por los lados de la autopista al aeropuerto no sólo habían bloqueado la vía, sino que la emprendían contra todo lo que se moviera porque tenían cinco días sin luz, virgen santa, que habían suspendido el servicio de transporte público masivo para empeorar las cosas, algo que se entendería como si se solidarizaran con la revuelta, pero sólo era para proteger la inversión intocable de los inversionistas intocables de la ciudad.

    Era una revuelta masiva, desordenada, motivada por la excusa de la falta de fluido eléctrico, aunque podría tener raíces en eventos más profundos que nada tenían que ver con el apagón. La opresión tiene la particularidad de parecer olla a presión a fuego lento, llega un momento en que no se puede hacer nada por evitar que explote. La falta de electricidad era una excusa para darle gusto al desorden.

     Los rumores vagaban sueltos de madrina, que esta vez no era como aquella revuelta de risa que armaron los moradores de un callejón sin salida por donde nunca pasaba ningún vehículo, quienes al ver que su iniciativa sólo sirvió para quedar en ridículo y para que se armaran trifulcas entre los vecinos, decidieron apalear hasta la muerte al joven que se encargaba de tomar los apuntes del consumo de los contadores eléctricos, tal vez convencidos que así se desquitaban de lo que consideraban un atropello. Que la ciudad estaba sitiada, que ya iban no sé cuántos muertos y heridos, que el mundo se estaba acabando. Las especulaciones iban, venían, dejando la sensación de que el mundo realmente empezó acabarse.

      Abimael tuvo que corregir a su mujer cuando afirmaba, envalentonada, que esos sí eran revoltosos de verdad, que someterían a la mierda de gobierno y que pondrían la luz a la brava. No son revoltosos, respondió él, Sino una recua de desordenados que no sirven para armar una revolución.

    Era impresionante la aptitud de las personas con la falta del servicio, como si su vida dependiese de ello; una lámpara alumbrando tenue en la calle, una luz blanca, artificial, en las casas, un radio encendido, un televisor, toda clase de cherembecos conectados al circuito. Ni más ni menos que la matriz que determina la vida.

     Aun así, con todo y revuelta, el bendito servicio eléctrico no regresó. Ni con todo el griterío y el desorden y los maullidos de las sirenas ni los espantos de los disparos en la oscuridad la noche del martes, no se sabe si de policías o bandoleros, o de ambos, ni las explosiones secas de bombas tiradas quién sabe por quién ni contra quién, lograron que las cosas volviesen a la normalidad con el retorno de la luz.

    Algún día cada casa, cada lugar, tendrá su propia fuente de energía sin que se tenga que recurrir a estos alambritos inestables, dijo Abimael. Sí, pero mientras tanto nos jodemos con el calor otra noche, ripostó su mujer, colérica, mandándolo casi a callar. Los hijos atizaban aquel ambiente enrarecido por esa vaina que no se ve, pero que había hecho de la vida su dependencia, porque sus aparatos electrónicos se habían descargado. Ahora sí que sentían que quedaron desamparados, en la completa orfandad. Su hijo menor se había sorprendido porque el teléfono móvil de Abimael todavía tenía casi toda la carga. Sencillo, contestó, Sólo lo utilizo para llamar o recibir llamadas, nunca espero que se descargue por completo para recargarlo, lo mantengo en modo ahorro y no le doy dedo como sumadora de contador público. Esa es la ventaja de ser viejo.

    Tú estás loco, ripostó el hijo cuando Abimael se trenzó en una perorata científica de que los jóvenes no sobrevivirían si el mundo se apaga como en el principio de los tiempos, sin el ruido que se deriva del consumo de electricidad.

    En la noche la esposa soñó con una casa vacía en un campo lleno de flores negras. Despertó bañada en sudor, buscando significado a la premonición de las flores negras, sorprendida por el canto de un gallo en la lejanía que gritaba las cuatro de la mañana, a servir el tinto, mira, coge esa totuma que se derrama la leche, que todavía hay un gallo vivo en una ciudad donde sólo se sabe de pollos en el refrigerador. Entonces despertó pensando que soñaba que soñaba, maldiciendo en silencio a todo mundo por los pesares de los disparates que se le venían a la mente por falta de tranquilidad al no haber luz eléctrica.

     El miércoles fue igual. Calor, silencio, angustia, desazón. En la mañana aparecieron unos tipos en vehículos particulares ofreciendo bolsas con hielo en cubitos que vendían al triple de su valor en el centro comercial. Todos querían una o más bolsas en una rebatiña de niños en piñata que duró pocos minutos. Se acabaron en un abrir y cerrar de ojos, como se dice cuando algo ocurre con más rapidez de la esperada, mientras que un extraño aire de alegría invadió la vecindad por el hielo que parecía recién inventado. Hasta la mujer de Abimael, quien sufría en carne viva el percance, sonreía complacida por las dos bolsas que su esposo traía por los cabellos como el cazador trae el resultado de la caza.

    Las especulaciones seguían en aumento. Algunos afirmaban la hora del día en que se restauraría el servicio, Dizque llega hoy, a las cuatro. Marcos Pérez, el del noticiero, dijo que no, que los técnicos dicen que posiblemente el jueves por uno daño en las torres de conducción originada por explosiones de grupos subversivos. El vecino dijo que llamó a la empresa y le confirmaron que llegaba con toda seguridad a las ocho de la noche de hoy. Otro atestiguó lo que dijo un amigo que trabaja esa empresa, en una subsede en Ayapel, que sólo hasta el viernes habría servicio porque los equipos obsoletos de la compañía explotaron y los repuestos vienen de China. El que se creía más sabio aseguró que la empresa sólo tiene el mínimo de operarios contratistas en la calle para el mantenimiento externo en una ciudad que crece con la rapidez de verdolaga, por tanto, no se dan abasto con el daño masivo que se presentó, que es como si un tren en marcha se hubiera desarmado por completo. Entonces otro confirmó lo del anterior, que el desplome ocurre porque los dueños de la empresa de energía decidieron no reparar los equipos hasta que el gobierno, asustado y presionado, les apruebe unos financiamientos económicos, que siempre es así. Es que los españoles se robaron los cables de cobre y estos de aluminio no soportan el clima de la ciudad, que oxida hasta los pensamientos, adujo el que se creía sabio y siempre sospechaba de acciones conspirativas por todos lados. Otra vecina se enteró que no, que el sábado sin falta se corregía el problema porque el repuesto lo traían de Estados Unidos.

    Abimael, quien había tomado apacible aquella circunstancia, quizás motivado por lo que él mismo decía, La vejez que ya no da espacio para las sorpresas, o por su crianza en la provincia, donde la carencia de todo hace que el cuerpo se adapte a no esperar nada, afirmó que lo que tenía jodido a este país es que estaba hecho con base a rumores. La gente se tranquiliza cuando les prometen lo que se hará en unos días, meses o años. Quizás ya no recuerden qué se prometió y no se cumplió, pero es suficiente con que se haga la promesa para que las cosas queden en orden. Las especulaciones son responsables del diario devenir de las ciudades como esta, azarosa y dada a los aspavientos.

    Por la noche su mujer ya no tenía fuerzas para pelear más, aunque sus peleas sólo eran rabietas personales contra fantasmas que, posiblemente, no existían. Desde que se marchaba el servicio eléctrico, algunas veces únicamente por horas, entraba en trance, cambiaba de color como el camaleón, como pistón de caldera con aumento progresivo de presión hasta casi explotar. No explotaba, pero despotricaba sin parar y le hacía la vida de cuadritos a quienes estuviesen cerca.

      Ahora estaba como aletargada, tirada a la bartola en el piso de la terraza, vencida, porque las noticias que escuchaba no eran alentadoras. De un momento a otro, la rutina cambió para todos, dormían en los sardineles o las terrazas de sus casas, comían a media calle, en las aceras o sentados bajo el palo de mangos, siempre comentando los acontecimientos de la revuelta, que únicamente fue un joven herido y otro asesinado, que la turbamulta había destrozado las estaciones del servicio de transporte urbano, dañaron el pavimento con llantas encendidas, que los asaltantes hicieron su agosto, que los desmanes seguirían si no regresaba esa bendita droga, que no soportarían los cinco días que dicen que vivió el barrio aledaño al aeropuerto, que el gobierno pensaba enviar al ejército a la calle, que la ciudad era un caos. 

    Esos desmanes son como si golpearas a la vecina porque estás enojado con tu esposa, pensó Abimael, pero no se atrevió a comentar para no importunar a la tigresa que estaba sosegada, apacible, embelesada, drogada, como si por fin se hubiese domesticado al nuevo sistema de vivir sin servicio eléctrico. Entonces estalló un grito unánime, de júbilo. Fue grande, unísono, como cuando el equipo local hace el gol del gane en el último minuto en un estadio abarrotado: Había regresado la luz.

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(c)Luis M. Ariza.

lunes, 19 de abril de 2021

 

                                            Tobías Ariza


Casa de los Ariza en el Viejo Prado, Barranquilla


                                                                                                   Autor: Luis Miguel Ariza

     Cuando lo conocí, tenía la apariencia cansada que tienen los ancianos y la paciencia que dicen tuvo Job para las derrotas. Y a diferencia de Job, Tobías Ariza murió con la frustrante sensación de que toda su vida le fue robada.

Su niñez la pasó bajo la protección de su tío, Don Julián Ariza Palma, ganadero, terrateniente y hábil comerciante, se dice que descendiente de judíos sefarad emigrados del País Vasco, casado con Mariana Barandica Charris, también hija de descendientes de la misma área. Tuvieron seis hijos, aunque la historia habla de otros fallecidos antes que Manuel de Jesús, el mayor vivo, lograse superar la etapa de abortos espontáneos.

Se dice que Julián Ariza Palma ayudó la causa liberal cuando la Guerra de los Mil Días, proveyendo enseres y remesas para los combatientes a través del Puerto de Giraldo, en el río Grande de la Magdalena, donde hoy día existe el prospecto municipio de Puerto Giraldo y donde ya no hay un puerto.

Tobías Ariza estuvo presente la noche lluviosa en que llegó un grupo de guerrilleros liberales en busca de alimentos y otros enseres, quienes dejaron en manos de su tío Julián la custodia de varios kilos de oro en barras pesadas camufladas en un tinajón para agua, junto a un purrón más pequeño con el mismo metal pulverizado.

En la madrugada, Tobías ayudó a su tío a empacar el metal en sacos de lona para algodón y volver acomodar el tesoro en sus envases originales, que permaneció varios días junto a la puerta del patio, ajustada por las noches con una tranca de madero de uvito, en un rincón donde había ahuyamas enormes como peñascos, toletes de yuca como troncos y ñames como cabezas disecadas de hipopótamos.

 Al amanecer de uno de los tantos días febriles de agosto, acomodaron la carga a los costados de los sillones de dos burros y el tío Julián, sin decir a dónde iba, los arreó por delante montando en su mula blanca, donde llevaba un cavador y una pala.

Nadie supo jamás en qué lugar de una de sus fincas Julián Ariza sepultó aquella fortuna, pues, se fue solo cuando faltaba algo de tiempo para que los gallos canten el amanecer que se ve gris en el firmamento colmado todavía de estrellas vivaces, regresando al atardecer.

Tobías Ariza, con la ingenuidad de su juventud a pleno, le ayudó a desempacar, colocó el cavador y la pala en su puesto y, durante mucho tiempo, nadie recordó el asunto del oro de los guerrilleros porque entonces en casa Ariza había tanta opulencia, que nadie necesitaba de esas cosas que casi no tenían valor comercial, o las tenían para alguien que jamás hubiera conocido las incalculables extensiones de las propiedades del tío Julián, quien, adicional, se portaba como si las riquezas fuesen un evento natural que llegaban a sus manos porque así lo determinaban los dioses, además, el hombre no es que fuera un dechado en virtudes hablantinas. Gozaba de un silencio cimarrón que le daba una aureola de patriarca. Ustedes saben que a ese hombre hay que sacarle las palabras con cuchara, decía Mariana, su esposa, cuando uno de los hijos requería algo del padre.

Después del armisticio y el ingreso liberal a la paz, la cosa por fin se olvidó. Las riquezas descomunales de Julián Ariza sobrepasaban toda imaginación hasta el punto que se cree lograron asidero en la mente fantástica de un joven de mirada romántica y bigotes negros que andaba escribiendo vainas por todas partes. Gabriel García Márquez se llamó el joven y, al parecer, la historia alimentó parte de uno de sus libros más famosos: Cien años de soledad. Por lo menos hay mucha similitud en varias de sus historias descritas.

Se dice que en casa Ariza no tenían idea de las dimensiones ni del grueso de las riquezas que rodeaba a todos. Holgazanes por conveniencia, los hijos vivieron de espaldas a los asuntos de su padre en ese aire inocente de creer que las cosas las puso Dios para que duren toda la vida, especialmente la felicidad, razón por la cual se despacharon todo sin que mediara la cordura en el proceso, mujeres y licor, parrandas interminables, la vida en pleno gozo.

Para Julián padre, el dinero era útil si servía para compartir con el necesitado, como le enseñaron en la fe católica que vino con él y sus tres hermanos en el barco que los arrojó en tierras colombianas cuando, al parecer, la pretensión era Norteamérica, como aspiraba todo emigrante europeo entonces. Hacer riqueza fue cuestión de decisión y el ímpetu judío de su sangre primera, ayudar al samaritano, eso ya era parte de su otra fe. No fueron menos las veces que mandó a matar una res y repartir su carne en todos los pobres, enviar alimento en físico a las viudas, entregarles terraplenes de queso para que se lo pagaran como queso, como reza el dicho popular del queso a crédito. Los terrenos donde nació la pequeña y única iglesia del pueblo fueron cedidos por él, y mientras se construía, con aportes suyos en el mayor de los casos, fue utilizada la Quinta, una construcción de arquitectura española y que por décadas era el símbolo de la opulencia y la magnanimidad, que había mandado a construir para sus hijos, porque él siguió viviendo en la casa de bahareque y techo de paja que le había construido a su esposa, con pisos de baldosas en cerámica que la diferenciaba del resto de viviendas de la población. Sin embargo, para sus hijos, inmediatos herederos, aquella fortuna fue el medio para alimentar el ego, la prepotencia y el derroche, pensando que la fuente de las riquezas nunca se agotarían, como lo pensaban todos. Lo cierto es que el ganado que ordeñaban hoy no era el mismo que ordeñaban al siguiente día. El cimarrón doblaba en número a las reses cebadas y para transportarlo de una hacienda a otra en verano, el proceso duraba hasta diez días en inmensas filas imparables de cuernos y mugidos. En un tiempo se especuló de veinticuatro haciendas y, aunque nunca se supo la cifra exacta, los testimonios hablan de más de una docena, la más pequeña abarcaba casi un municipio completo. Lomas quemadas, Bonilla, el Salao, Arizona, en alusión al apellido, Orijata, (que se cree es la descomposición fonética del término japonés origata), San Simón, los Pendales, Gallegos, en alusión a su pasado en la península Ibérica, Los Campanos, San Vicente, Sal si puedes, fueron, entre otras, las más reconocidas.

Se dice de Gallegos que era tan inmensa que, para recorrerla, se necesitaban más de tres días, y era donde mayormente se concentraba el sembrado para las cosechas semestrales y anuales de los productos básicos de la canasta alimenticia, teniendo Julián Ariza Palma que mandar a construir viviendas en un punto intermedio de la hacienda para que los campesinos no tuvieran que perder tiempo yendo y viniendo desde otras poblaciones a sus labores. Con los años nació allí el corregimiento de Gallegos, hoy adscrito al municipio de Sabanalarga, aunque inicialmente se pensó que pertenecía a la jurisdicción del municipio de Manatí por su cercanía territorial. Las cosechas cubrían extensos territorios y su recolecta abarcaba varias docenas de hombres. El producido alimentaba a la población de Leña todo el año, aún en épocas de escasez, a pesar que el grueso era enviado a otras localidades, incluyendo al municipio capital del departamento, Barranquilla.

Cierta vez Julián Ariza viajó a la capital vestido como siempre, alpargatas de cuero de res, pantalón y camisa blanca de lona agreste de saco para almacenar algodón, sobrero palma de flecha y su inseparable mochila terciada al hombro, donde, aparte de otros enseres, guardaba su paquete de tabacos, fósforos y una infaltable botella de ron Ñeque, que le daban el aspecto de un campesino perdido en la inmensidad de una ciudad que creía a pasos agigantados.

En el concesionario Dieppa, donde averiguaba la compra de un camión nadie prestó atención por considerarlo un pobre viejo que soñaba con comprar un camión. Después de muchos preámbulos, como era su costumbre en los negocios, donde estuvo a punto de ser echado por los empleados, adquirió el camión con un efectivo que llevaba en la pretina, con la indulgencia de quien compra un kilo de carne en la tienda, dejando a los del concesionario impactados al enterarse que el pobre viejecito tenía dinero suficiente para adquirir el negocio completo con todos los trabajadores, incluyendo al propietario.

También por esos días adquirió una vivienda en uno de los sitios más prestantes de la ciudad, el prestigioso barrio El Prado, fundado por el ganadero D. Manuel De La Rosa y el empresario norteamericano Karl Calvin Parrish, frente a la mansión de estilo clásico neorepublicano que años más tarde la convertirían en la afamada funeraria Jardines de los Recuerdos, al costado donde funcionaron, también, años más tarde, los cines Metros, para que la familia tuviera dónde llegar cuando vinieran de la población, especialmente los hijos Juan Manuel y Miguel Antonio, quienes estudiaban en el internado del colegio de los sacerdotes Salesianos, uno de los colegios más selectos de la región, frente a la capilla de San Roque, incendiada por una turba en 1948.

Una de las características más relevantes de Julián Ariza era su sencillez, además de su alto sentido de la solidaridad, su temple liberal traído de tierras españolas y su capacidad para el trabajo arduo. Algunas veces era confundido con uno de los más de cincuenta campesinos que desmontaban la tierra donde sembrarían los productos agrícolas de la temporada, porque macaneaba parejo junto a sus trabajadores. Por eso la sorpresa del comerciante pretencioso que llegó atraído por la noticia de la colosal fortuna, Qué desea, fue la pregunta del mismo interlocutor, Me dijeron que el señor Julián Ariza tiene un ganado para la venta y quisiera saber si él puede venderme algunos toretes que me faltan para completar el embarque, ¿Y cuántos ha conseguido? El comerciante se impacientó con el campesino que le ponía tantas trabas con su preguntadera, pero la decencia es fundamental en toda clase de tratos con desconocidos, eso lo sabía y lo respetaba, Doscientos, respondió, Me faltan trescientos. ¿Los quiere todos del mismo color o revueltos? El hombre se impresionó. No era posible que aquel viejito de mirada severa fuera el mismo que ostentaba fama de poderoso terrateniente, cuando él esperaba la enorme aparición de un tipo formidable que imponía hasta con su presencia. Cuando terminaron de conversar, los doscientos toretes que había adquirido el viajero se quedaron con Julián Ariza, quien se los remató para otro embarque que también preparaba, Me los deja allí, donde los tiene guardados, esa finca es mía.

Todo iba bien dentro la normalidad catalogada como bien de un señor que administraba fuertes y extensas propiedades y equilibraba la vida entre la riqueza y la pobreza, pero el tiempo, tan sigiloso, implacable, inexorable, un día sorprendió a Julián Ariza con una enfermedad de las que le da a todos, ricos y pobres, terminando por llevarlo a la tumba.  Allí fue cuando los herederos vieron en persona el tamaño de la desidia. Nunca se involucraron en las actividades de su padre y preferían evadir su severidad, que allegarse a lo que más tarde debería ser el medio de sustento de todos ellos. Y para colmo, heredaron de su madre un alto sentido del egoísmo, la arrogancia e intolerancia, finalmente terminaron por despacharse en pocos años aquella colosal fortuna que había cruzado los límites de la región, empezando porque no tenían exacta noción de las dimensiones de la misma, creyendo que el dinero aparecía por arte de magia, alocados y hasta desesperados, si se quiere, en medio de las parrandas desorbitantes o los amoríos con la doncella recién comprada o hurtada, resolvieron el asunto en una rebatiña endiablada entre hermanos que por poco termina en tragedia, cuando descubrieron que Juan Manuel, quien fue el único que estudió derecho y lo llamaban doctor, pero que años más tarde se descubrió, o se sospechó, que sólo se dio la vida del flojo suertudo con el dinero que le enviaba su padre a la capital del país, donde creían estudiaba, fue acusado por sus hermanos de dejarlos en la ruina, y hasta Miguel, su hermano menor, alcanzó a hacerle dos tiros en medio de los reclamos, que no lograron el objetivo, gracias a Dios, aunque nunca se supo si errar fue intencional o accidental, porque Miguel tenía fama de buen tirador y cuando iba de cacería, siempre traía su camioneta, “toche”, como le decían por los colores amarillo y negro, llena de muchas especies, armadillos, conejos, ñeques, guacharacas, guartinajas y hasta tigrillos, entre otros.

Finalmente, Juan Manuel se desterró a la capital del país, mientras los restantes se repartieron los despojos de lo que quedó. La casa del barrio el Prado fue vendida por Josefa, una de las dos hembras de los seis hijos del difunto Julián Ariza Palma, aunque se dice que nunca recibió el cheque de los ochenta mil pesos que costó el predio porque terminó estafada como castigo por haber desalojado a su hermano Julián, quien la habitaba con su mujer, Cielo y sus hijos pequeños, quienes asistieron a la humillación y las expresiones de satisfacción de Josefa, quien colocaba en su radiola la canción ranchera, Adolorido, como parte de la burla y que llevó a los hijos, ya grandes, a odiar de por vida la canción del mexicano Antonio Aguilar.

Total, de la exorbitante riqueza sólo quedaron recuerdos que se diluyeron con la muerte de los que la vieron y vivieron, incluyendo el derrumbe de la Quinta, la vieja casona que fue el último bastión de tiempos idos, y en la posible analogía en la nota del libro del escritor García Márquez, cuando una fortuna de las mismas dimensiones se diluyó después de un diluvio de cuatro años en la población de su historia, muriendo sus herederos en la total miseria, como ocurrió con los herederos de Julián Ariza Palma.

Entonces apareció Tobías Ariza y el recuerdo de los doblones de oro. La miseria se había apoderado de todos y más en Tobías, quien no sólo sufrió la desdicha de quedarse sin su protector, sino que nadie de los herederos indemnizó por toda una vida de labores prestadas como operador de servicios varios, creyendo que el tipo lo hacía por amor a la familia. Ellos estaban centrados en su yo categórico y en la rebatiña de quién se quedaba con la mayor cantidad de bienes, aunque no supieran qué hacer con ellos, que olvidaron a Tobías, ya casado con Lorenza y con tres hijos, y a los herederos de Samuel, un hermano fallecido que dejó varios hijos, entre ellos Franklin, quien recurrió al oficio de acordeonero para subsistir. Ni siquiera sabían del oro, excepto Miguel, quien sólo vino a relacionar algunos hechos años más tarde, cuando ya su padre tenía años de fallecido.

Se dice que los doblones de oro en tinajas habían sido devueltos por Julián Ariza para que los guerrilleros los entregasen como parte del botín de guerra en el armisticio liberal, otros creían que su existencia eran fábulas como las que rodean a los ganaderos de la época y sus misterios, incluso, relacionarlos con convenios subrepticios con el oscuro dueño de las riquezas en la tierra, los menos no tenían idea de la verdad. Sólo Tobías Ariza sabía que no era cierto. El oro existía. Recuerdo que tío Julián se fue en la mula de madrugada y llevó los purrones metidos en sacos de lona, en dos burros cargados con un cavador y una pala. Obviamente, pocos creían en la colosal fortuna, incluyendo sus hijos, que no se enteraron cuando la trajeron a casa, y que durmió en un rincón dos días envueltas en los sacos sobre ñames, yucas y ahuyamas, excepto Miguel por deducción, pues, cuando su padre estaba enfermo y al borde de la muerte, le pedía que lo llevara a un sitio específico enmontado en la finca Gallegos, luego se bajaba del vehículo y le decía, Espérame aquí. Él esperaba matando pajaritos con una honda y cuidando de alejarse del "willys", mientras el viejo se perdía unos minutos en la maleza más allá de un carito pequeño que crecía en el área detrás del jagüey, luego regresaba, Vamos, le decía, sin especificar las razones ni su hijo Miguel indagar de qué se trataba la caminata de su padre por el monte. Años después comentaba sobre el misterio y lo asociaba con el rumor del oro de los guerrilleros, sepultado por su padre, pero nunca recordó el lugar exacto donde su padre desaparecía unos minutos, en silencio, porque entonces la maleza crecía con tal frenesí que era casi imposible recordar un lugar a menos que se señalizara o se tuviera memoria de animal de monte.

Así que Tobías Ariza era el único que sabía del prodigio que ahora valía una fortuna mayor que la despilfarrada, sólo que hacía tantos años que nadie recordaba ni tenía idea de la veracidad de la historia, algunos convencidos que eran fantasías del ahora viejo Tobías, porque no había testimonio del lugar exacto donde estaba sepultada, aunque ello no impidió que cientos de cazadores de fortuna aparecieran socavando tierras, horadando en lugares desconocidos. Sin embargo, convencido que el desconocimiento de los demás jugaba a su favor, en una cacería callada y denodada, Tobías Ariza se aventuró a desentrañar, palmo a palmo, el posible lugar donde suponía estaba el tesoro. Pensaba resarcirse de los años de trabajo en casa Ariza sin que nadie indemnizara como debió ser, pasó años sumido en su secreto deseo, que ahora parecía una obsesión, pero la vida le jugó una treta difícil de sortear. El hombre había envejecido y su mente con él. Perdió el rumbo de las cosas, horadó en lugares lejos de donde inicialmente sospechaba estaba su redención, lo encontraban excavando en caminos solitarios, bajo ceibas prehistóricas, en potreros ahora ajenos, las raíces de una inmensa bonga y hasta desajustó los cimientos de la vieja casa Ariza, llamada por los locales La Quinta, abandonada hacía muchos años, horadando el patio y las alcobas. Iba como poseso por todos lados, hablando en voz alta, la mirada perdida, al borde de la locura, Julián, dime dónde está, ya basta de bromas, pero el fantasma de su tío nada que le respondía. Tobías Ariza estaba perdido en un mundo que ya no era el suyo.

Un buen día amaneció sin respiración sobre su cama de tijeras, en un costado de la cocina de barro y caña brava de su casa en la esquina de la carretera principal de Leña, los ojos abiertos, al parecer, mirando las estrellas fijamente. Nadie supo que esa noche su tío, por fin, se le apareció, pero que él no prestó atención por creer que era uno más de sus sueños recurrentes. Le dijo el lugar exacto donde estaba sepultada la fortuna olvidada de los guerrilleros. En la finca Gallegos, cerca de un jagüey seco, bajo las raíces de un enorme carito que Julián Ariza había sembrado para guiarse, pero que fue cortado y por eso los buscadores perdían el rumbo. 

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domingo, 18 de abril de 2021

 





Luis Miguel Ariza C, nacido en el corregimiento de Leña, en el departamento del Atlántico, Colombia, el 27 de julio de 1963. Casado con Rosmery Balza Dederlee, de cuya unión tienen tres hijos. 

Dedicado al oficio de la escritura desde muy joven, aunque no lo hacía por el apasionamiento de publicar, sino para recrear la mente, como quien patea un balón sin dedicarse de lleno al fútbol.

Apasionado de los dulces y enemigo de las dietas por la excusa válida de que sólo vivirá una vida y no la pasaría con hambre, menos dándole gusto a los dietistas que no aplican la regla con ellos.

No es dado a imponer criterios a nadie y piensa que el mundo lo debe cambiar la juventud, pero antes ellos deben evadir los engaños e ilusiones que deriva de la juventud cuando se cree que es eterna. De su cosecha como autor se desprende una serie de cuentos, poemas, una crónica y cuatro novelas totalmente corregidas para edición. 

La temática de sus trabajos, especialmente las novelas, giran con base a símbolos que de una u otra forma, son parte del diario acontecer de la vida. Opuesto rotundo a toda forma de maltrato contra la mujer, el tema básico de sus novelas y algunos cuentos, es la violencia que sufren como cultura en muchos países. Algunos cuentos están relacionados con su época de juventud en Leña y se combinan elementos ficticios con anécdotas personales. Su poesía la describe como jodidamente reflexiva y el amor y sus tristezas son la nota predominante.



arizacastroluis@gmail.com



 

                                    Invierno de Rosa

 

                        


                                           

 

                                                                                Autor: Luis Miguel Ariza

 

Llamó para felicitarme.

      Me habló de nuestros recuerdos, de nuestros amores, que nunca existieron como ella lo creyó. De lo intensa y dolorosa de nuestras pasiones. Fue estupendo volver a saber de ella, así sea a través de la lejanía indefinida de una llamada. Igual, también se me quebró la voz al escucharla.

      Por la ventana vi que nacía un sol brillante, intenso, que el mundo volvía a vivir después de una semana gris donde octubre se desgajaba lloroso por el alero, caía sobre las hojas y se desparramaba húmedo sobre el suelo oscuro.

      Amarla fue el peor de mis dolores. O quizás no la amé. Sólo el recuerdo de una vida hecha a pedazos, la costumbre, hicieron que me apegara a ella como se  apega la raíz a la tierra infértil. Ese era el amor de entonces.

      Noté que también lloraba al colgar y traer, con esa voz celeste que siempre le conocí, tantos recuerdos a nuestras mentes. Escucharla y no tenerla, aunque, quizás, nunca la hubiese amado, aprisionó mis sentimientos allá dentro, donde dicen tenemos las lágrimas. Entonces, en una descabellada reacción de última hora, decidí volverla a mi vida, regresar a su vida y que del mundo mi libertad, por fin, se acabara. Un rato después caí en cuenta que ella estaba muerta. Y ese día no era mi cumpleaños, era el de ella.

        Tenía un cuerpo voluptuoso, de potranca en celo, piernas firmes y ojos negros como su pelo ondulado. Su boca no me gustaba. O quizás sus ojos. Tenía esa dejadez en la mirada que parecía no ver con firmeza, como si uno de los ojos se desviara nervioso hacia un lado para esquivar las miradas fijas. Y su boca era grande, carnuda, con una lengua gruesa y persistente que muchas veces se me metía viva más allá de la garganta hasta hacerme ahogar, como la pata de un pulpo escrutando todo, tanteando lo desconocido, estremecida por una pasión que parecía nuestro castigo. Era una mujer hecha para el frenesí, para los desenfrenos del amor. Para el goloso gusto.

     No recuerdo el momento exacto cuando nos conocimos, mucho menos cuando terminamos enredados en esta angustia que fueron nuestras pasiones. Lo que nunca olvidé fue la manera como se destrozaron todas sus ilusiones.

      Desde la terraza de mi casa la miraba, al otro lado de la plaza, cuando tendía la ropa que lavaba en la cerca y los alambres. Hablaba a gritos, reía sola, cantaba. Y nuestras miradas se cruzaron. Yo, embelesado por su locura, y ella demorando adrede el proceso de extender ropa y sábanas viejas en los alambres y el cerco del patio de su casa, cautivada por mis deseos, nacía la conexión. Un vínculo poderoso cayó sobre nosotros. Los siguientes días fueron de locura. Ella absorbida por cantos de pájaros en el aire y yo sentado en el sardinel de mi casa, viendo estrellas de día y soles nocturnos.

      Fueron los amores de los suspiros, de las miradas cautelosas, los mensajes cifrados, los primeros amores que, por lo regular, no son buenos, pero son inolvidables. Entonces buscamos la manera de vernos, encontrarnos, hallarnos. Sólo fue una señal mía hacia un terreno baldío, desolado, con la fronda de campana de un trupillo y algunos matojos diversos como alcahuetas de nuestro secreto encuentro. Vibraban nuestros corazones, el alma quería escapar, sudaban los pies y las manos, temblaron las estrellas y en la noche serena sollozó mi guitarra cuando canté mi pena, callaron las arpas y en la serranía los tiples lloraron por la pena mía. Allí estaba ella, entera, virginal, lista para que el felino diese cuenta del cervatillo. Su mirada esquiva, blanca del susto, con un vestido que se hacía gris en la noche oscura, ceñido a su cuerpo, como delatando ocultas emociones, zapatillas que podrían ser del mismo color del vestido, pero que ahora eran oscuros como los malos pensamientos. Mis huesos, esponjados, se estremecieron junto a mis carnes. No pudimos decirnos nada. Sólo mirarnos y temblar.

    De repente se había ido la felicidad de mi vida núbil, me encontré pidiendo luz de luna en mis noches tristes de insomnio, bendita Rosa de mis encantos, qué me pasa que me estoy muriendo sobre las tablas de mi cama vacía, era mi grito desesperado ante la novedad.

      Adoptamos la estrategia de encontrarnos todos los días a las nueve de la noche, en el mismo sitio de nuestra primera vez. El trupillo alcahueta, los matojos, la oscuridad y la tenue silueta cuando la luna delataba nuestra presencia. Nosotros, los de  entonces, ya no somos los mismos, dijo el poeta con deslumbrante lucidez, como vaticinando lo que ocurría entre ella y yo.

      Fue como caer bajo la magia de una droga. Algo ex­traño se había posado sobre nosotros dos. Ella ya no cantaba ni hablaba a gritos, pero la encontraba en la cerca mirando hacía nuestros corazones, absorta de amor, enviándome esquelitas de colores en agonizantes suspiros, hasta que una noche de lluvia se rompió la magia.

      Esa noche la esperaba, tiritando en medio de un torrencial aguacero que se desplomaba con rabia, como si la alberca del cielo se hubiera hecho trizas. La esperé mucho más allá del tiempo en que muchas veces llegaba atrasada, pero jamás llegó. Nunca más volvió. La busqué en la cerca, en la terraza de su casa, en el silencio de la plaza, nada, se la tragó la tierra.

     Aun así, la seguí buscando, y esperando, por mucho tiempo. Fueron noches oscuras, seguidas, donde serené mis ideales en espera de la figura gris de sonámbula que atravesaba por los matojos, se aproximaba como un fantasma, llegaba hasta mí más allá de los huesos. Su olor se había metido en mis poros y nunca se apartó de allí. En los años siguientes la fui olvidando. La vida empezó a absorber mi realidad y de ella sólo iba quedando un vago recuerdo, que empezó a diluirse cuando me enteré que se había fugado con un errabundo de muchas batallas que una mañana entró al pueblo, caminó las calles polvorientas, se desmayó por el calor sobre los yerbajos secos de la plaza, quien dijo no recordar de dónde venía ni mucho menos a dónde iba, pero que estaba seguro que iba sin tropiezo, que en el gris de luto de esa tarde lo vieron ir de la mano con ella, que también deseaba irse lejos, para el carajo, como en determinado momento queremos irnos todos, cansada de morirse de amor por un iluso amor sin alegres consecuencias.

      Sin embargo, a través de los años, había quedado algo así como una espinita en el talón, una punzada que me martirizaba cuando hacía ciertos movimientos en la gaveta de los recuerdos. En los momentos menos esperados se me venían las reminiscencias, las imágenes borrosas, pero firmes, insistentes, adheridas a mi mente como verrugas en la piel, que sólo se notan de vez en cuando, de un amor que sin amor se fue. Era un deseo esporádico, pero insistente, de volver a verla, saber qué habían hecho con su destino. ¿Habrá derramado muchas lágrimas? Un familiar fallecido no se lloraría tanto como me enteré que lo había hecho por mí. Sus noches de soledad, cuando le llegaba esa parte que nos toca a todos, que es quedarnos solos con nosotros mismos, era para entregarse al solaz recuerdo de una pasión que, de repente, fue truncada por la impaciencia que no perdona desatinos.

      Yo no amaba nada en ella, es cierto. Si la hubiese amado la tendría conmigo. Me hubiese entregado al entusiasmo de la aventura de llevármela, Por ahí, como me propuso días antes de perderla. Temblaba y, en el silencio de la oscuridad, cuando un yacabó suelta ese grito lastimero que es como el dolor del dolor, que asusta en las madrugadas, sentí sus jipeos desconsolados, su pecho agitarse estremecida por un pesar grande que pudiera estarle carcomiendo las entrañas, pero que yo no entendía. Me negaba a entender. No era posible. Y me opuse, temeroso, a la fantástica propuesta de perdernos por ahí. Sólo sentía que estaríamos así, siempre, viéndonos a escondidas, robándonos suspiros, felices, adheridos a algo que no tendría razón de ser porque…Yo no la amaba, es cierto.

      Aun así, intenté volverla a mi vida. Enfrentar el susto de la oposición de mis padres y los de ella, volver a nuestras noches de ensueño, recoger los retazos de nuestras vidas, pero el lugar era sólo un peladero sin vestigios nuestros en ninguna parte. El trupillo alcahueta se había secado y parecía un fantasma desolado en un rictus de dolor en sus ramas secas, como quedaría una persona quemada con brea hirviendo, con un gesto impactante de sufrimiento. Su casa estaba deshabitada, con las puertas abiertas, pero con signos de no existir nadie dentro. Ni sus padres ni sus hermanos. La plaza reseca, deshabitada. De mi casa sólo quedaba el costillar que aún no había logrado derrumbarse.  Aterrado por el espanto de ver cómo nos vamos consumiendo mientras creemos que vivimos, busqué a la gente de mis recuerdos, la generación que se formó junto a mí, y no estaban. También habían sido víctimas del tiempo inexorable, se fueron con los últimos alisios, no quedaba sino nuevas cosas, nuevas flores, nuevos sentimientos, nuevas ilusiones que, igual, se irían sin restricciones. Se los lleva un fantasma invisible y burlón, el mismo que, muchas veces, despelucaba a Rosa, Pareces un pajarraco, le decía, riendo, mientras esa brisa quería arrastrarla, llevársela, como finalmente lo hizo.

      Entonces lo supe. Supe que había muerto esperándome, envejecida de amor, sufriendo un destino que no era el de ella. La encontraron desnuda, suspendida del cuello, con sus gruesos y lujuriosos labios de amor contraídos en un rictus de dolor y pena silenciosa. Nunca se supo si ella misma lo hizo o si fue asesinada luego de llamarme el día de su cumpleaños.

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