jueves, 6 de mayo de 2021

 

              

                     

                       80 horas de silencio

 

                                                            

 


 

 

    El asunto empezó a descontrolarse en la tarde del domingo. Desde la mañana, Abimael vio que despuntaba un día brillante que entraba por la ventana a través de las ramas del mango del frente, que se remecían pausadas, como bailando. Va a llover, pensó.

    Sin embargo, el día transcurría como transcurren los domingos: calurosos, bullangueros, fastidiosos. Uno no debe bañarse los domingos, sonrió, mientras se reacomodaba a la rutina de un día igual a todos los domingos de su vida.

    Fue al supermercado. En una canastilla recogió dos bolsas con panes, un frasco de mermelada, un sobre con tres cuchillas de afeitar y tres pendejadas más. Luego fue a la farmacia y tomó el periódico. Lo ojeó mientras se dirigía al cajero del restaurante porque atienden con mayor prontitud, aunque sólo estaban activos alimentos y cosas pequeñas como las que acababa de meter en la canastilla. Los cajeros de adelante estaban llenos, eran demorados y, como caso recurrente de su sospechosa mala suerte, al llegar, la niña de la caja prende la luz que indica que suspende el servicio porque tiene una anormalidad. La espera para pagar arroja fastidio y se sale con una sensación de frustración que tarda en desaparecer.

     Abimael no supo que el periódico le salía regalado no porque el dueño del supermercado tuviera signos puntuales de filantropía por alguien que compra panes y maricadas que puede comprar en la tienda de la esquina, sino porque en el área de restaurante y comida no tenían codificado prensa ni revistas como artículos de primera necesidad. Obviamente, la cajera estaba convencida que Abimael había pagado el diario en farmacia y por esa razón no lo facturaba. Él lo ponía en la mesa junto a los demás artículos por simple protocolo, esperando que fuese facturado. Abimael no lo supo porque al igual que otras personas, no tenía la precaución de revisar la tirilla de la facturación, daba por descontado que todo estaba correcto. La entregaba al vigilante a la salida, este colocaba el correspondiente chulito de revisado y al caneco de la basura. Si algún día fuese descubierto, sin duda estaría en aprietos por robo, aunque a su favor tenía la inocencia de no conocer las distribuciones internas del supermercado. Ellos son los que deben taponar todos los agujeros por donde puede escaparse el dinero del dueño.

    En la tarde nadie soportaba el calor, que era como una lona húmeda, pesada, encima de los hombros de todos. Un aire tan denso que la gente parecía estar inmersa en una burbuja de gelatina, ahogaba al respirarlo. Abimael recordó su vaticinio de la lluvia cuando el brillo del día fue desplazado por una cortina gris que llenó de un hálito fresco toda el área. No eran las mismas nubes gordas y sucias de otras tardes, que traían temerosas tempestades, sino unas lisas y sin forma que se apoderaron de todo dejando el ambiente triste. Entonces se desmigajó el primer aguacero del año. Fue un sereno apacible, uniforme, que alborotaba los oídos con ese sonido disparejo de miles de patitas de patitos en bailoteo sobre calamina. Luego se detuvo así como empezó, dejando todo lavado, más verde el verde polvoriento de las hojas de los árboles, los techos mojosos quedaron con un aroma a limpio y el aire más nítido, aunque el calor hizo estragos. Se fue la luz.

    Momentos después escuchó a su mujer, que despotricaba por teléfono como lo hacía siempre que se marchaba el servicio eléctrico,  Cada vez que llamo a estos hijos de puta para informarles de un apagón, me hacen un cuestionario como si me fuesen a dar empleo, dijo, alterada.

    Para Abimael aquello no era nuevo. Ella agarraba unas rabietas de espanto, se cagaba sobre cien para terminar vencida, reportando la suspensión del servicio de la manera como solicitaba la empresa. Y la respuesta protocolaria y piadosa de siempre de parte de una voz experta en excusas al otro lado de la línea: Una falla no determinada. El servicio será restablecido de una a tres horas. Cosa que pocas veces sucedía.

    En la noche conversó por teléfono con un amigo de infancia de su lejano pueblo, con quien seguía manteniendo contacto. Por boca de Tino supo que Rafita estaba hospitalizado por culpa de uno de  esos retortijones sorpresivos que le atacaban desde niño, que lo dejaban seco, como si le absorbieran todo el aire de un tirón, Esa va a ser la muerte de Rafa, dijo, No, no hay luz, se fue desde esta mañana, Sí, siempre es lo mismo, en algún momento deberá regresar y todos seremos felices de nuevo.

    Pero amaneció el lunes y el servicio no fue restablecido. Su mujer iba de mal en peor. Pasé mala noche, dijo, No me dejaron dormir los mosquitos, el calor, la bulla. Abimael cayó en cuenta que la bulla a que ella se refería no era más que el vacío en los tímpanos que dejaba la ausencia del servicio eléctrico. Que los oídos, acostumbrados al bullicio cotidiano, se resentían al no encontrar algo que oír, por eso rescataban cualquier ruido, un ratón en la cocina, chancletas caminando sobre el pavimento en la calle, una moto a lo lejos, un vehículo esporádico, voces en la oscuridad, para llenar el espacio debido a la falta de ruido eléctrico.

    Los desmanes empezaron en la tarde del martes. Un día sin luz eléctrica es insoportable para vivir dentro de la dinámica establecida por Dios en las ciudades, pone los nervios al alcance de las angustias, dos días son la exageración. Y eso fue lo que sucedió.

    Empezaron a llegar noticias de que los moradores del lado de la Circunvalar habían cerrado la vía y encendido llantas, quemaban petardos y protestaban, airados; que ahora se le sumaron los del lado de la calle Murillo, por el sector del barrio las Moras; que el asunto empeoraba porque por los lados de la autopista al aeropuerto no sólo habían bloqueado la vía, sino que la emprendían contra todo lo que se moviera porque tenían cinco días sin luz, virgen santa, que habían suspendido el servicio de transporte público masivo para empeorar las cosas, algo que se entendería como si se solidarizaran con la revuelta, pero sólo era para proteger la inversión intocable de los inversionistas intocables de la ciudad.

    Era una revuelta masiva, desordenada, motivada por la excusa de la falta de fluido eléctrico, aunque podría tener raíces en eventos más profundos que nada tenían que ver con el apagón. La opresión tiene la particularidad de parecer olla a presión a fuego lento, llega un momento en que no se puede hacer nada por evitar que explote. La falta de electricidad era una excusa para darle gusto al desorden.

     Los rumores vagaban sueltos de madrina, que esta vez no era como aquella revuelta de risa que armaron los moradores de un callejón sin salida por donde nunca pasaba ningún vehículo, quienes al ver que su iniciativa sólo sirvió para quedar en ridículo y para que se armaran trifulcas entre los vecinos, decidieron apalear hasta la muerte al joven que se encargaba de tomar los apuntes del consumo de los contadores eléctricos, tal vez convencidos que así se desquitaban de lo que consideraban un atropello. Que la ciudad estaba sitiada, que ya iban no sé cuántos muertos y heridos, que el mundo se estaba acabando. Las especulaciones iban, venían, dejando la sensación de que el mundo realmente empezó acabarse.

      Abimael tuvo que corregir a su mujer cuando afirmaba, envalentonada, que esos sí eran revoltosos de verdad, que someterían a la mierda de gobierno y que pondrían la luz a la brava. No son revoltosos, respondió él, Sino una recua de desordenados que no sirven para armar una revolución.

    Era impresionante la aptitud de las personas con la falta del servicio, como si su vida dependiese de ello; una lámpara alumbrando tenue en la calle, una luz blanca, artificial, en las casas, un radio encendido, un televisor, toda clase de cherembecos conectados al circuito. Ni más ni menos que la matriz que determina la vida.

     Aun así, con todo y revuelta, el bendito servicio eléctrico no regresó. Ni con todo el griterío y el desorden y los maullidos de las sirenas ni los espantos de los disparos en la oscuridad la noche del martes, no se sabe si de policías o bandoleros, o de ambos, ni las explosiones secas de bombas tiradas quién sabe por quién ni contra quién, lograron que las cosas volviesen a la normalidad con el retorno de la luz.

    Algún día cada casa, cada lugar, tendrá su propia fuente de energía sin que se tenga que recurrir a estos alambritos inestables, dijo Abimael. Sí, pero mientras tanto nos jodemos con el calor otra noche, ripostó su mujer, colérica, mandándolo casi a callar. Los hijos atizaban aquel ambiente enrarecido por esa vaina que no se ve, pero que había hecho de la vida su dependencia, porque sus aparatos electrónicos se habían descargado. Ahora sí que sentían que quedaron desamparados, en la completa orfandad. Su hijo menor se había sorprendido porque el teléfono móvil de Abimael todavía tenía casi toda la carga. Sencillo, contestó, Sólo lo utilizo para llamar o recibir llamadas, nunca espero que se descargue por completo para recargarlo, lo mantengo en modo ahorro y no le doy dedo como sumadora de contador público. Esa es la ventaja de ser viejo.

    Tú estás loco, ripostó el hijo cuando Abimael se trenzó en una perorata científica de que los jóvenes no sobrevivirían si el mundo se apaga como en el principio de los tiempos, sin el ruido que se deriva del consumo de electricidad.

    En la noche la esposa soñó con una casa vacía en un campo lleno de flores negras. Despertó bañada en sudor, buscando significado a la premonición de las flores negras, sorprendida por el canto de un gallo en la lejanía que gritaba las cuatro de la mañana, a servir el tinto, mira, coge esa totuma que se derrama la leche, que todavía hay un gallo vivo en una ciudad donde sólo se sabe de pollos en el refrigerador. Entonces despertó pensando que soñaba que soñaba, maldiciendo en silencio a todo mundo por los pesares de los disparates que se le venían a la mente por falta de tranquilidad al no haber luz eléctrica.

     El miércoles fue igual. Calor, silencio, angustia, desazón. En la mañana aparecieron unos tipos en vehículos particulares ofreciendo bolsas con hielo en cubitos que vendían al triple de su valor en el centro comercial. Todos querían una o más bolsas en una rebatiña de niños en piñata que duró pocos minutos. Se acabaron en un abrir y cerrar de ojos, como se dice cuando algo ocurre con más rapidez de la esperada, mientras que un extraño aire de alegría invadió la vecindad por el hielo que parecía recién inventado. Hasta la mujer de Abimael, quien sufría en carne viva el percance, sonreía complacida por las dos bolsas que su esposo traía por los cabellos como el cazador trae el resultado de la caza.

    Las especulaciones seguían en aumento. Algunos afirmaban la hora del día en que se restauraría el servicio, Dizque llega hoy, a las cuatro. Marcos Pérez, el del noticiero, dijo que no, que los técnicos dicen que posiblemente el jueves por uno daño en las torres de conducción originada por explosiones de grupos subversivos. El vecino dijo que llamó a la empresa y le confirmaron que llegaba con toda seguridad a las ocho de la noche de hoy. Otro atestiguó lo que dijo un amigo que trabaja esa empresa, en una subsede en Ayapel, que sólo hasta el viernes habría servicio porque los equipos obsoletos de la compañía explotaron y los repuestos vienen de China. El que se creía más sabio aseguró que la empresa sólo tiene el mínimo de operarios contratistas en la calle para el mantenimiento externo en una ciudad que crece con la rapidez de verdolaga, por tanto, no se dan abasto con el daño masivo que se presentó, que es como si un tren en marcha se hubiera desarmado por completo. Entonces otro confirmó lo del anterior, que el desplome ocurre porque los dueños de la empresa de energía decidieron no reparar los equipos hasta que el gobierno, asustado y presionado, les apruebe unos financiamientos económicos, que siempre es así. Es que los españoles se robaron los cables de cobre y estos de aluminio no soportan el clima de la ciudad, que oxida hasta los pensamientos, adujo el que se creía sabio y siempre sospechaba de acciones conspirativas por todos lados. Otra vecina se enteró que no, que el sábado sin falta se corregía el problema porque el repuesto lo traían de Estados Unidos.

    Abimael, quien había tomado apacible aquella circunstancia, quizás motivado por lo que él mismo decía, La vejez que ya no da espacio para las sorpresas, o por su crianza en la provincia, donde la carencia de todo hace que el cuerpo se adapte a no esperar nada, afirmó que lo que tenía jodido a este país es que estaba hecho con base a rumores. La gente se tranquiliza cuando les prometen lo que se hará en unos días, meses o años. Quizás ya no recuerden qué se prometió y no se cumplió, pero es suficiente con que se haga la promesa para que las cosas queden en orden. Las especulaciones son responsables del diario devenir de las ciudades como esta, azarosa y dada a los aspavientos.

    Por la noche su mujer ya no tenía fuerzas para pelear más, aunque sus peleas sólo eran rabietas personales contra fantasmas que, posiblemente, no existían. Desde que se marchaba el servicio eléctrico, algunas veces únicamente por horas, entraba en trance, cambiaba de color como el camaleón, como pistón de caldera con aumento progresivo de presión hasta casi explotar. No explotaba, pero despotricaba sin parar y le hacía la vida de cuadritos a quienes estuviesen cerca.

      Ahora estaba como aletargada, tirada a la bartola en el piso de la terraza, vencida, porque las noticias que escuchaba no eran alentadoras. De un momento a otro, la rutina cambió para todos, dormían en los sardineles o las terrazas de sus casas, comían a media calle, en las aceras o sentados bajo el palo de mangos, siempre comentando los acontecimientos de la revuelta, que únicamente fue un joven herido y otro asesinado, que la turbamulta había destrozado las estaciones del servicio de transporte urbano, dañaron el pavimento con llantas encendidas, que los asaltantes hicieron su agosto, que los desmanes seguirían si no regresaba esa bendita droga, que no soportarían los cinco días que dicen que vivió el barrio aledaño al aeropuerto, que el gobierno pensaba enviar al ejército a la calle, que la ciudad era un caos. 

    Esos desmanes son como si golpearas a la vecina porque estás enojado con tu esposa, pensó Abimael, pero no se atrevió a comentar para no importunar a la tigresa que estaba sosegada, apacible, embelesada, drogada, como si por fin se hubiese domesticado al nuevo sistema de vivir sin servicio eléctrico. Entonces estalló un grito unánime, de júbilo. Fue grande, unísono, como cuando el equipo local hace el gol del gane en el último minuto en un estadio abarrotado: Había regresado la luz.

arizacastroluis@gmail.com

Imagen de: https://www.elespectador.com/noticias.



(c)Luis M. Ariza.

2 comentarios:

  1. Que agradable relato. Por un momento imaginé el calor y el estado de la esposa.Con la intención de reeleerlo,me complace lo dicho o escrito sobre los jóvenes.

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