80 horas de silencio
El asunto empezó a descontrolarse
en la tarde del domingo. Desde la mañana, Abimael vio que despuntaba un día
brillante que entraba por la ventana a través de las ramas del mango del
frente, que se remecían pausadas, como bailando. Va a llover, pensó.
Sin embargo, el día transcurría como
transcurren los domingos: calurosos, bullangueros, fastidiosos. Uno no debe
bañarse los domingos, sonrió, mientras se reacomodaba a la rutina de un día
igual a todos los domingos de su vida.
Fue al supermercado. En una canastilla
recogió dos bolsas con panes, un frasco de mermelada, un sobre con tres
cuchillas de afeitar y tres pendejadas más. Luego fue a la farmacia y tomó el
periódico. Lo ojeó mientras se dirigía al cajero del restaurante porque
atienden con mayor prontitud, aunque sólo estaban activos alimentos y cosas pequeñas
como las que acababa de meter en la canastilla. Los cajeros de adelante estaban
llenos, eran demorados y, como caso recurrente de su sospechosa mala suerte,
al llegar, la niña de la caja prende la luz que indica que suspende el servicio
porque tiene una anormalidad. La espera para pagar arroja fastidio y se sale
con una sensación de frustración que tarda en desaparecer.
Abimael no supo que el periódico le salía
regalado no porque el dueño del supermercado tuviera signos puntuales de
filantropía por alguien que compra panes y maricadas que puede comprar en la
tienda de la esquina, sino porque en el área de restaurante y comida no tenían
codificado prensa ni revistas como artículos de primera necesidad. Obviamente,
la cajera estaba convencida que Abimael había pagado el diario en farmacia y por
esa razón no lo facturaba. Él lo ponía en la mesa junto a los demás artículos por
simple protocolo, esperando que fuese facturado. Abimael no lo supo porque al
igual que otras personas, no tenía la precaución de revisar la tirilla de la
facturación, daba por descontado que todo estaba correcto. La entregaba al
vigilante a la salida, este colocaba el correspondiente chulito de revisado y
al caneco de la basura. Si algún día fuese descubierto, sin duda estaría en
aprietos por robo, aunque a su favor tenía la inocencia de no conocer las
distribuciones internas del supermercado. Ellos son los que deben taponar todos
los agujeros por donde puede escaparse el dinero del dueño.
En la tarde nadie soportaba el calor, que
era como una lona húmeda, pesada, encima de los hombros de todos. Un aire tan denso
que la gente parecía estar inmersa en una burbuja de gelatina, ahogaba al respirarlo.
Abimael recordó su vaticinio de la lluvia cuando el brillo del día fue
desplazado por una cortina gris que llenó de un hálito fresco toda el área. No
eran las mismas nubes gordas y sucias de otras tardes, que traían temerosas
tempestades, sino unas lisas y sin forma que se apoderaron de todo dejando el
ambiente triste. Entonces se desmigajó el primer aguacero del año. Fue un
sereno apacible, uniforme, que alborotaba los oídos con ese sonido disparejo de
miles de patitas de patitos en bailoteo sobre calamina. Luego se detuvo así
como empezó, dejando todo lavado, más verde el verde polvoriento de las hojas
de los árboles, los techos mojosos quedaron con un aroma a limpio y el aire
más nítido, aunque el calor hizo estragos. Se fue la luz.
Momentos después escuchó a su mujer, que despotricaba
por teléfono como lo hacía siempre que se marchaba el servicio eléctrico, Cada vez que llamo a estos hijos de puta para
informarles de un apagón, me hacen un cuestionario como si me fuesen a dar empleo,
dijo, alterada.
Para Abimael aquello no era
nuevo. Ella agarraba unas rabietas de espanto, se cagaba sobre cien para
terminar vencida, reportando la suspensión del servicio de la manera como
solicitaba la empresa. Y la respuesta protocolaria y piadosa de siempre de
parte de una voz experta en excusas al otro lado de la línea: Una falla no
determinada. El servicio será restablecido de una a tres horas. Cosa que pocas
veces sucedía.
En la noche conversó por teléfono con un
amigo de infancia de su lejano pueblo, con quien seguía manteniendo contacto.
Por boca de Tino supo que Rafita estaba hospitalizado por culpa de uno de esos retortijones sorpresivos que le
atacaban desde niño, que lo dejaban seco, como si le absorbieran todo el aire
de un tirón, Esa va a ser la muerte de Rafa, dijo, No, no hay luz, se fue desde
esta mañana, Sí, siempre es lo mismo, en algún momento deberá regresar y todos
seremos felices de nuevo.
Pero amaneció el lunes y el servicio no fue
restablecido. Su mujer iba de mal en peor. Pasé mala noche, dijo, No me
dejaron dormir los mosquitos, el calor, la bulla. Abimael cayó en cuenta que
la bulla a que ella se refería no era más que el vacío en los tímpanos que
dejaba la ausencia del servicio eléctrico. Que los oídos, acostumbrados al
bullicio cotidiano, se resentían al no encontrar algo que oír, por eso
rescataban cualquier ruido, un ratón en la cocina, chancletas caminando sobre
el pavimento en la calle, una moto a lo lejos, un vehículo esporádico, voces en
la oscuridad, para llenar el espacio debido a la falta de ruido eléctrico.
Los desmanes empezaron en la tarde del
martes. Un día sin luz eléctrica es insoportable para vivir dentro de la
dinámica establecida por Dios en las ciudades, pone los nervios al alcance de
las angustias, dos días son la exageración. Y eso fue lo que sucedió.
Empezaron a llegar noticias de que los
moradores del lado de la Circunvalar habían cerrado la vía y encendido
llantas, quemaban petardos y protestaban, airados; que ahora se le sumaron los
del lado de la calle Murillo, por el sector del barrio las Moras; que el asunto
empeoraba porque por los lados de la autopista al aeropuerto no sólo habían
bloqueado la vía, sino que la emprendían contra todo lo que se moviera porque
tenían cinco días sin luz, virgen santa, que habían suspendido el servicio de
transporte público masivo para empeorar las cosas, algo que se entendería como
si se solidarizaran con la revuelta, pero sólo era para proteger la inversión
intocable de los inversionistas intocables de la ciudad.
Era una revuelta masiva, desordenada,
motivada por la excusa de la falta de fluido eléctrico, aunque podría tener raíces
en eventos más profundos que nada tenían que ver con el apagón. La opresión tiene
la particularidad de parecer olla a presión a fuego lento, llega un momento en
que no se puede hacer nada por evitar que explote. La falta de electricidad era
una excusa para darle gusto al desorden.
Los rumores vagaban sueltos de
madrina, que esta vez no era como aquella revuelta de risa que armaron los
moradores de un callejón sin salida por donde nunca pasaba ningún vehículo, quienes
al ver que su iniciativa sólo sirvió para quedar en ridículo y para que se
armaran trifulcas entre los vecinos, decidieron apalear hasta la muerte al
joven que se encargaba de tomar los apuntes del consumo de los contadores eléctricos,
tal vez convencidos que así se desquitaban de lo que consideraban un atropello.
Que la ciudad estaba sitiada, que ya iban no sé cuántos muertos y heridos,
que el mundo se estaba acabando. Las especulaciones iban, venían, dejando la
sensación de que el mundo realmente empezó acabarse.
Abimael tuvo que corregir a su mujer cuando afirmaba, envalentonada, que esos sí eran revoltosos de verdad, que someterían a la mierda de gobierno y que pondrían la luz a la brava. No son revoltosos, respondió él, Sino una recua de desordenados que no sirven para armar una revolución.
Era impresionante la aptitud de las personas
con la falta del servicio, como si su vida dependiese de ello; una lámpara
alumbrando tenue en la calle, una luz blanca, artificial, en las casas, un radio
encendido, un televisor, toda clase de cherembecos conectados al circuito. Ni
más ni menos que la matriz que determina la vida.
Aun así, con todo y revuelta, el bendito
servicio eléctrico no regresó. Ni con todo el griterío y el desorden y los
maullidos de las sirenas ni los espantos de los disparos en la oscuridad la
noche del martes, no se sabe si de policías o bandoleros, o de ambos, ni las
explosiones secas de bombas tiradas quién sabe por quién ni contra quién,
lograron que las cosas volviesen a la normalidad con el retorno de la luz.
Algún día cada casa, cada lugar, tendrá su
propia fuente de energía sin que se tenga que recurrir a estos alambritos inestables,
dijo Abimael. Sí, pero mientras tanto nos jodemos con el calor otra noche,
ripostó su mujer, colérica, mandándolo casi a callar. Los hijos atizaban aquel
ambiente enrarecido por esa vaina que no se ve, pero que había hecho de la vida
su dependencia, porque sus aparatos electrónicos se habían descargado. Ahora sí
que sentían que quedaron desamparados, en la completa orfandad. Su hijo menor se había sorprendido porque el
teléfono móvil de Abimael todavía tenía casi toda la carga. Sencillo, contestó,
Sólo lo utilizo para llamar o recibir llamadas, nunca espero que se descargue
por completo para recargarlo, lo mantengo en modo ahorro y no le doy dedo
como sumadora de contador público. Esa es la ventaja de ser viejo.
Tú estás loco, ripostó el hijo cuando
Abimael se trenzó en una perorata científica de que los jóvenes no sobrevivirían
si el mundo se apaga como en el principio de los tiempos, sin el ruido que se
deriva del consumo de electricidad.
En la noche la esposa soñó con una casa vacía
en un campo lleno de flores negras. Despertó bañada en sudor, buscando
significado a la premonición de las flores negras, sorprendida por el canto de
un gallo en la lejanía que gritaba las cuatro de la mañana, a servir el tinto,
mira, coge esa totuma que se derrama la leche, que todavía hay un gallo vivo
en una ciudad donde sólo se sabe de pollos en el refrigerador. Entonces despertó
pensando que soñaba que soñaba, maldiciendo en silencio a todo mundo por los
pesares de los disparates que se le venían a la mente por falta de tranquilidad
al no haber luz eléctrica.
El
miércoles fue igual. Calor, silencio, angustia, desazón. En la mañana
aparecieron unos tipos en vehículos particulares ofreciendo bolsas con hielo
en cubitos que vendían al triple de su valor en el centro comercial. Todos
querían una o más bolsas en una rebatiña
de niños en piñata que duró pocos minutos. Se acabaron en un abrir y cerrar de
ojos, como se dice cuando algo ocurre con más rapidez de la esperada, mientras
que un extraño aire de alegría invadió la vecindad por el hielo que parecía
recién inventado. Hasta la mujer de Abimael, quien sufría en carne viva el
percance, sonreía complacida por las dos bolsas que su esposo traía por los
cabellos como el cazador trae el resultado de la caza.
Las especulaciones seguían en aumento.
Algunos afirmaban la hora del día en que se restauraría el servicio, Dizque
llega hoy, a las cuatro. Marcos Pérez, el del noticiero, dijo que no, que los
técnicos dicen que posiblemente el jueves por uno daño en las torres de
conducción originada por explosiones de grupos subversivos. El vecino dijo que
llamó a la empresa y le confirmaron que llegaba con toda seguridad a las ocho
de la noche de hoy. Otro atestiguó lo que dijo un amigo que trabaja esa
empresa, en una subsede en Ayapel, que sólo hasta el viernes habría servicio
porque los equipos obsoletos de la compañía explotaron y los repuestos vienen
de China. El que se creía más sabio aseguró que la empresa sólo tiene el mínimo
de operarios contratistas en la calle para el mantenimiento externo en una
ciudad que crece con la rapidez de verdolaga, por tanto, no se dan abasto con
el daño masivo que se presentó, que es como si un tren en marcha se hubiera
desarmado por completo. Entonces otro confirmó lo del anterior, que el
desplome ocurre porque los dueños de la empresa de energía decidieron no
reparar los equipos hasta que el gobierno, asustado y presionado, les apruebe
unos financiamientos económicos, que siempre es así. Es que los españoles se
robaron los cables de cobre y estos de aluminio no soportan el clima de la
ciudad, que oxida hasta los pensamientos, adujo el que se creía sabio y siempre
sospechaba de acciones conspirativas por todos lados. Otra vecina se enteró que
no, que el sábado sin falta se corregía el problema porque el repuesto lo
traían de Estados Unidos.
Abimael, quien había tomado apacible
aquella circunstancia, quizás motivado por lo que él mismo decía, La vejez
que ya no da espacio para las sorpresas, o por su crianza en la provincia,
donde la carencia de todo hace que el cuerpo se adapte a no esperar nada,
afirmó que lo que tenía jodido a este país es que estaba hecho con base a
rumores. La gente se tranquiliza cuando les prometen lo que se hará en unos
días, meses o años. Quizás ya no recuerden qué se prometió y no se cumplió,
pero es suficiente con que se haga la promesa para que las cosas queden en
orden. Las especulaciones son responsables del diario devenir de las ciudades
como esta, azarosa y dada a los aspavientos.
Por la noche su mujer ya no tenía fuerzas
para pelear más, aunque sus peleas sólo eran rabietas personales contra
fantasmas que, posiblemente, no existían. Desde que se marchaba el servicio
eléctrico, algunas veces únicamente por horas, entraba en trance, cambiaba de
color como el camaleón, como pistón de caldera con aumento progresivo de presión
hasta casi explotar. No explotaba, pero despotricaba sin parar y le hacía la
vida de cuadritos a quienes estuviesen cerca.
Ahora estaba como aletargada, tirada a la bartola en el piso de la terraza, vencida, porque las noticias que escuchaba no eran alentadoras. De un momento a otro, la rutina cambió para todos, dormían en los sardineles o las terrazas de sus casas, comían a media calle, en las aceras o sentados bajo el palo de mangos, siempre comentando los acontecimientos de la revuelta, que únicamente fue un joven herido y otro asesinado, que la turbamulta había destrozado las estaciones del servicio de transporte urbano, dañaron el pavimento con llantas encendidas, que los asaltantes hicieron su agosto, que los desmanes seguirían si no regresaba esa bendita droga, que no soportarían los cinco días que dicen que vivió el barrio aledaño al aeropuerto, que el gobierno pensaba enviar al ejército a la calle, que la ciudad era un caos.
Esos desmanes son como si golpearas a la
vecina porque estás enojado con tu esposa, pensó Abimael, pero no se atrevió a
comentar para no importunar a la tigresa que estaba sosegada, apacible,
embelesada, drogada, como si por fin se hubiese domesticado al nuevo sistema de
vivir sin servicio eléctrico. Entonces estalló un grito unánime, de júbilo. Fue
grande, unísono, como cuando el equipo local hace el gol del gane en el último
minuto en un estadio abarrotado: Había regresado la luz.
arizacastroluis@gmail.com
Imagen de: https://www.elespectador.com/noticias.
(c)Luis M. Ariza.
Que agradable relato. Por un momento imaginé el calor y el estado de la esposa.Con la intención de reeleerlo,me complace lo dicho o escrito sobre los jóvenes.
ResponderEliminarGracias.
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